La semilla oscura. Capítulo 17. Cita eludida.

La semilla oscura.

"Cita eludida"



-Capítulo 17. Cita eludida. 


    El silencio de la madrugada se vio sorprendido por los poderosos acordes de la sinfonía No 13, Dance of the Knights, de Romeo y Julieta. A esas horas de la mañana, se puede sentir el sonido de un alfiler, cayendo sobre el piso como un martillazo, de modo que toda una orquesta al servicio de las melodías creadas por Prokófiev era, sin duda, el más y mejor sonido de despertador que el Doctor Falk podría haber escogido. No dejó alcanzar mucha distancia a los violines en su interpretación, porque despertó enseguida, dando por concluido el concierto al apagar su alarma.
    
Eran las seis de la mañana del tres de junio.

    Pese a ser lunes, no lo sentía como otro lunes cualquiera en el que la carga depresiva, por haber tenido un buen fin de semana, se viene con todo de golpe y hace que la tristeza te invada durante unos minutos. Era un lunes especial porque iba a estar con un paciente especial. El poder volver a estar frente a una anomalía neurológica como el señor Michael Donovan lo llenaban de un júbilo que transformaba en energía para levantarse de un salto de la cama y preparar sus duchas y cafés con ligera presteza.

    Si jugaba bien sus cartas, si comenzaba un ensayo clínico con él, siempre que pudiera convencerlo, la fama y la fortuna llamarían a su puerta.

—No nos adelantemos todavía. No vaya a pasar como en el cuento de la lechera.

    Terminó de asearse, de vestirse pulcra e inmaculadamente con el siguiente traje del perchero y de apurar su café. A esas horas el estómago seguía dormido, por lo que una taza contra el insomnio, bastaba hasta la hora del almuerzo.

    El doctor Falk vivía en una de esas zonas residenciales para gente holgada económicamente. Casa de dos pisos, jardín con césped muy cuidado y rodeado de esas típicas vallas de madera blanca y, como no, garaje propio donde dormía el típico Mercedes Benz casi recién salido de fábrica.

    Dejó su maletín y chaqueta en el asiento del conductor. En el hueco entre la palanca de cambios y el freno de mano estaba el mando a distancia que liberaba la puerta. Una vez fuera, miraba en su retrovisor cómo se cerraba de nuevo su garaje, vigilante, para que no quedara rendija alguna por la que nada ni nadie pudiera colarse.

    En el escaso atasco rutinario de cada mañana escuchaba sin prestar demasiada atención las noticias en la radio. Los deportes, sobre todo. Saber, al menos, qué tal habían quedado los muchachos y muchachas británicas en cada disciplina olímpica de París 2024. La actualidad política no le interesaba. Solo le llenaban la cabeza de opiniones de gente que, creyéndose expertos en todo, no dominaban nada. ¿El resultado? Basura que no quería almacenar en su memoria. Sus pensamientos iban en otra dirección. Sus esfuerzos estaban centrados en investigar todo lo posible las extraordinarias capacidades que podían aflorar en aquella mente brillantemente evolucionada de su paciente. Hoy era el día.

    Del armario de su consulta intercambió la chaqueta del traje por su inmaculada bata clínica. Encendió su ordenador, mientras arrancaba, iba depositando en su escritorio las notas y material que extraía de su maletín. Hoy parecía que tardaba más en cargar. Le daría tiempo de ir a la máquina de café del pasillo para tomar otra dosis de cafeína. Removía la espuma con el palito que hacía las veces de cucharilla. Soplaba y resoplaba para no abrasarse los labios mientras abría la base de datos con sus pacientes. Antes de que dieran las nueve, hora de cita con el señor Donovan, quería tener a punto su ficha en el monitor.


    Nueve y cinco y nadie que picara su puerta con los nudillos. Se extrañó porque en su última cita, la del trece de mayo, su ficha indicaba puntualidad suiza y más allá, al registrar su entrada unos minutos antes.

    Nueve y diez pasadas. Vaso de café a la mitad. Nadie se asomaba. El reloj se acercaba a las nueve y media. Abrió el programa de mensajería interna del hospital y escribió a recepción.

—Buenos días, Carla, soy el doctor Falk. Tenía consulta a primera hora con el señor Donovan, Michael Donovan. ¿Ha llegado a recepción? ¿Ha llamado para anular?

    Al cabo de unos minutos…

—Buenos días, doctor Falk. No. Lamento comunicarle que, por el momento, no. No ha pasado por recepción el señor Donovan. ¿Quiere que lo llame?

—No, gracias, Carla. Estoy viendo su ficha y viene su número personal. Yo mismo llamaré al paciente a ver qué es lo que ha podido ocurrir. Muchas gracias. Buen día.

—Buen día, doctor. Cualquier cosa, me dice.

    Falk cerró el gestor de mensajes y sacó el móvil del bolsillo superior de su camisa. Marcó el número que aparecía en su ficha y esperó ser atendido. Al cabo de un buen puñado de tonos, descolgaron.

—¿Hola? Buenos días. Señor Donovan —del otro lado solo obtenía un incómodo silencio —. ¿Hola? ¿Donovan? Soy su neurólogo, el doctor Falk ¿Se acuerda que hoy tenía cita conmigo?

    El doctor escuchaba su respiración larga, profunda y pausada.

—¿Hola? —insistía aumentando el tono en su voz.

—Le oigo perfectamente, doctor. No me he olvidado de su cita. Simplemente, la he eludido de forma voluntaria. Estoy bien. Es más, estoy perfectamente bien. No necesito su ayuda para nada…

—Pero, señor Donovan, yo…

—¡No me interrumpas, subcriatura! — su voz parecía de ultratumba — No vuelvas a molestarme, no vuelvas a importunarme o te juro por lo más sagrado que iré a buscarte para sacarte las entrañas!

    Colgó.











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