La semilla oscura
"Profanador de tumbas"
Nota del autor:
Enlace a los capítulos anteriores:
Capítulo 7
-Profanador de tumbas-
Prefería seguir creyendo que los dolores de cabeza eran por su perenne resaca, producto de sus malos hábitos, aunque no podía negar que empezaba a preocuparse por las nuevas conclusiones que le llevaban sus recientes descubrimientos. Desplegó su artillería en la amplia mesa del salón. Móvil, notas, bolígrafos, tabaco, analgésicos y un nuevo vaso cargado de alcohol con refresco de cola.
Repasaba las notas tomadas en la hemeroteca sobre los cuatro casos ocurridos en las distintas épocas. Había nexos en común. Indudablemente. Cada cien años se producían los hechos, ocurrían cerca o en las inmediaciones de la Mansión de Foreign Wood. Los relatos de las noticias no eran pruebas irrefutables, pero mansión, dolores fuertes de cabeza tras un evento concreto y muerte, eran palabras clave que se podían deducir sin temor a errar en afirmarlos como certezas.
Anotó esas palabras en su libreta. Mansión, dolor de cabeza y muerte. Las redondeó con doble círculo y las subrayó. Aplastó el cigarrillo en el cenicero y fue presto a encenderse el siguiente.
Exhalaba la bocanada inicial del tabaco cuando el móvil vibró en la mesa, haciendo que el sonido producido pareciera una alarma de guerra nuclear. Dio un respingo en su silla. El susto hizo que comenzara a toser de forma violenta. Como si el humo llevara años esperando salir y lo hiciera como si se manifestara por sus derechos. Era una nueva notificación en su correo. Estaba deslizando la pantalla de bloqueo cuando recibió otra notificación más.
El primer correo era una confirmación del que minutos antes había recibido con una diferencia, éste incluía la tarjeta de embarque para el vuelo a CERN, Ginebra, indicando el día, la terminal, la puerta de embarque y el número de vuelo. Lo cerraba, al final del mensaje, un código QR.
El segundo aviso era de la aplicación de su banco. Le notificaban un cargo de 185,38 euros, el cambio de las 155,94 libras que costaba el vuelo.
No entendía nada.
Aun sin entender, el cerebro siempre trata de encontrar una solución, una explicación ante hechos inexplicables. De pronto le vino la inspiración y recordó casos anteriores en los que esto mismo le había ocurrido. Charles solía enviarle pasajes de avión cuando había que hacer algún evento literario. Presentar su libro o alguna jornada de firmas en ciudades que lo requerían. Pero la temporada de firmas había concluido el pasado domingo. Si bien era cierto que Charles le mandaba ese tipo de correos, siempre era cuando concluía una novela y se encontraba en periodo de promoción. La nueva novela estaba en proceso de creación, ni siquiera había salido por completo de su cabeza. Solo era una idea y notas en un portátil.
Abrió el gestor de mensajes para preguntarle a Charles si había hecho alguna reserva a Ginebra para el mes siguiente por algún evento relacionado con la anterior novela. Que le hiciera el favor de recordarle la agenda. Envió el mensaje sin dar muchos detalles. No le quiso dar más vueltas. Dejó el móvil sobre la mesa, casi tirándolo, como si el acto ayudara a olvidar aquel sinsentido. Pensar en la novela lo animó a trabajar en ella. Había que hacer tiempo. Había que esperar a que el sol no fuera tan delator a sus planes de profanar tumbas. Esperaría escribiendo.
Las provisiones que iba subiendo a la buhardilla para acompañar su trabajo de escritura cada vez crecían más en número. Buscó una bandeja en la cocina para dejar sobre ella un par de sándwiches de jamón cocido con queso, una nueva carga de whisky, tabaco, notas y móvil. Con todo aquel despliegue de abastos subió a su centro de trabajo para continuar trabajando en su novela. Alternaba sus ideas literarias con el plan que ejecutaría en cuanto el sol se ocultara. Una de las cosas que le preocupaban era el tiempo. ¿Cuánto iba a emplear o llevarlo, desenterrar y dar con los cadáveres de las tumbas?
Probaría él solo esta primera noche para ver qué tal se daba la jornada; si no cundía, se plantearía buscar ayuda. Si bien los malos hábitos en su dieta, su afición a la bebida y al tabaco, aún no habían dejado secuelas en su aspecto físico externo, por dentro era otro cantar. Unido a su vida sedentaria por cuestiones laborales, lo cierto es que el fondo de su forma no estaba como para tirar cohetes. La última vez que recordaba haber cogido una pala para cavar fue en su niñez, cuando ayudaba a su padre a plantar arizónicas y geranios en su casa de verano del pueblo. No era la misma labor, estaba a mil jodidas millas de lo que iba a hacer esa noche, pero asoció aquel recuerdo cuando pensó en la pala y en cavar.
Sonó el aviso de notificación en su móvil. Era un mensaje de Charles:
— No. Ninguna reserva ni evento a la vista. Tienes unos meses por delante para tu nueva novela, como de costumbre. ¿Por qué? ¿Necesitas que reserve en algún sitio? Las vacaciones son cosa tuya, solo me basta con que me digas dónde y estés localizable en el móvil. Sabes que respeto tu tiempo, pero si quieres que lo reserve yo, me dices.
—No, no. Gracias, Charles. Hablamos.
"La tarde languidecía dejando paso al crepúsculo". Hora de concluir el capítulo y de pensar en su siguiente jornada laboral. La de improvisado Indiana Jones. Anticipándose a los movimientos que haría en breve, cayó en la cuenta de que no había comprado utensilio para la iluminación. Una linterna o un candil de gas. Algo que lo alumbrara en su trabajo de desenterrador. Maldijo el hecho. Terminaría el capítulo, apenas quedaba concluirlo, y buscaría por la mansión algo que le sirviera. Estaba seguro de que algo encontraría, aunque fuera un puñado de madera de viejos muebles para hacer una hoguera.
Cerró el capítulo. Parecía satisfecho con la redacción. El trabajo de hoy había sido provechoso. Repasó el capítulo anterior de la pasada noche para corregirlo y logró terminar el quinto. Cerró el gestor de textos, no sin antes guardar el archivo, dos veces, como mandan los cánones de las pequeñas manías. Otra de ellas era hacer copiar-pegar del archivo Word para tener una copia de lo más reciente. Por si el archivo se estropeaba. No era la primera vez que Word, le jugaba una mala pasada.
Abrió el navegador de Internet. En el cuadro de búsqueda puso: "Pendrive más pequeño y rápido que exista" No sabía muy bien qué razón o impulso le habían llevado a realizar esa búsqueda. Solo sabía que lo tenía que hacer. El primer resultado que arrojó el motor de búsqueda le sirvió. El enlace anunciaba: Amazon. SanDisk 128 GB Ultra Fit, Unidad Flash, USB 3.2, con velocidades de transferencia hasta 400 MB/s. Pinchó en el enlace y formalizó la compra y pedido. Le llegaría mañana por la tarde. Indicó en las instrucciones de entrega, por lo que pudiera pasar, que lo dejaran a los pies de la puerta, que era una residencia grande y tranquila, sin visitas que pudieran tomar prestado aquello que no era suyo.
Formalizó el pago y, una vez cargado en su banco, con su correspondiente quejido en forma de notificación en su móvil, cerró la pantalla de su portátil.—Hora de cavar. —
De la cocina tomó una de esas bolsas grandes de plástico fuerte, como entramado, para cargarlo de provisiones. Comida, agua, analgésicos y tabaco. El alcohol lo aparcaría esta vez, aunque se lo pensó dos veces al pensar en los clientes que debía atender aquella noche.
Faltaba la iluminación. Empezó a buscar por los muebles de cada rincón de la mansión. Luego recordó la parte trasera de la casa. Un acceso al sótano. Allí no había hecho aún su visita. Apartó la doble puerta que reposaba en horizontal. Encendió la linterna del móvil para bajar por las escaleras y pensó en ella como candidata a la profanación. Pero necesitaba un puñado de horas de luz artificial, la batería del móvil no llegaría a tanto. No lo descartó del todo, como recurso de emergencia si no lograba dar con fuente lumínica.
Comenzó a bajar la escalera. La luz del móvil apenas alcanzaba a iluminar dos o tres peldaños por delante de él. Todo a su alrededor parecía estar más oscuro de lo que le pertenecía estar. ¡Como si la oscuridad estuviera preparada para ofrecerle esa función! El tramo de la escalera se sentía como una especie de túnel que no percibía un final. Mike continuaba bajando. Echando cuentas rápidas, de escalones bajados, habría podido jurar que había descendido el equivalente a cuatro pisos. No era posible aquella profundidad para un sótano. Se giró y vio el contraluz de las puertas de acceso, colándose el anochecer por ellas, a escasos palmos de su cara. ¡No había avanzado nada!
Se giró y comenzó de nuevo su descenso. El mismo efecto de túnel infinito se le presentó con el mismo resultado. Estaba de nuevo al principio de la puerta cuando volvió a mirar atrás. No daba crédito. Sea lo que fuera, le impedía descender al sótano. Hizo un tercer intento. Mismo resultado. La mansión le impedía descender. Desistió de más intentos, no fuera que se quedara atrapado para siempre en aquel bucle de infinita escalera. Cerró las puertas y dejó aquella nueva preocupación para mañana. La luz del móvil debía bastar. Se conformó con eso. Regresó al interior de la mansión para recoger sus provisiones y la pala. Al pasar por el salón para dirigirse a la cocina y recoger su bolsa, vio sobre la mesa algo aparecido de la nada que lo dejó inmóvil. Un viejo candil de aceite. Encendido. A su lado, desfigurando su sombra por el titilar de la llama, una caja grande de cerillas.
Permaneció callado sin saber qué pensar o cómo actuar. El silencio era un bálsamo que impedía su locura. Dejó que improvisara su cerebro. Equilibrio, fue la primera palabra o impresión que le vino a la mente. Si antes no había podido conseguir su objetivo en el túnel infinito, ahora la suerte psíquica estaba de su lado al proveerlo de lo que necesitaba en ese momento. El candil de aceite. Incluso con cerillas. Fuera quien fuera el habitante fantasmal de la casa, era servicial. Era la segunda vez que se lo agradecía.
Sopesó el candil y comprobó que estaba rebosante de aceite. Eso daba para muchas lunas. Lo apagó y se lo llevó. Las cerillas las guardó con el resto de provisiones. Agarró su pala y salió de la mansión en dirección al cementerio.
Llegó al pie de las cuatro tumbas. Sobre una de ellas dejó reposar el candil. Un fósforo y la tenue luz amarillenta envolvía la escena como una esfera de luz protectora de la noche. Recostada en una lápida, dejó su chaqueta. Arremangó su camisa y se puso manos a la obra. Comenzó la ardua tarea de apartar la tierra de los muertos. Comenzó por la más antigua, por la que databa de 1624.
Según iba avanzando en profundidad, pensó que la experiencia es un grado. Si no llegaba a terminar su misión en la primera jornada de excavación, para las siguientes traería una mascarilla o un pañuelo que cubriera sus fosas nasales y boca. El tiempo transcurrido desde su entierro hasta la profanación, hacía que el olor fuera intenso. No a carne podrida, esa se guarda para cadáveres más recientes, pero sí a un aire de moho corrompido mezclado con olor a tierra y hierba mancillada por muerte. La muerte, siempre asoma atacando al sentido del olfato.
Mike también pensaba que no sería bueno para sus pulmones respirar aquel aire. Se sentía espeso. Comenzaban a asomar también lombrices y demás fauna subterránea. Habían plantado bandera y hogar alrededor del habitáculo mortuorio. Algunos especímenes trepaban por la pernera de su pantalón. Mike los apartaba a manotazos y, en ocasiones, los ejecutaba como si la pala fuera una guillotina.
Seguía cavando. La pala chocó con las primeras maderas, con ausencia de parecer nobles, que asomaban, descompuestas del común ataúd de aquel pobre desgraciado, comenzaban a confundirse con la tierra como si evolucionaran para convertirse en abono con ella. Dispersas, sin conservar la forma de su estructura. La tierra había invadido por completo el lecho de muerte. Empezaban a aparecer los primeros huesos. El tiempo se había encargado de disponerlos en diferentes alturas, sin respetar la verticalidad original. Quedaba poco para descubrirlo por completo. Se orientó cuando descubrió las maltrechas costillas. La pala tocó cráneo. La dejó a un lado y se agachó para terminar el trabajo con las manos. Apartó la húmeda tierra, sostuvo el cráneo. Nunca estuvo tan cerca de sentirse como Hamlet, observando aquella cabeza en hueso, del cadáver profanado.
No era momento de hacer bromas entonando el "ser o no ser". Le preocupaba más el orificio que observaba en la frente del sostenido cráneo. Algo había salido desde el interior de su cabeza. Como si algo hubiera germinado y escapado. Abriéndose paso hacia el exterior de forma violenta, produciendo aquel agujero en la frente y la muerte instantánea del pobre desgraciado. Dejó caer la cabeza. Salió del pequeño foso que había formado y se dirigió a la siguiente tumba para repetir el trabajo.
Empezaba a despuntar el alba cuando terminó de confirmar sus peores sospechas. La segunda calavera repetía, en forma y lugar, la herida que provocó su muerte. Un orificio en el cráneo. Le hubiera gustado continuar con las otras dos restantes, quizás otro día. Asuntos más urgentes requerían ahora su atención, como la de acudir a urgencias. El pulso le temblaba al pensar que podía correr la misma suerte que aquellos que yacían a sus pies. El dolor de cabeza volvió punzante, solo para recordarle que allí se encontraba y que no lo abandonaría, como si la presencia de las tumbas de alguna forma lo alimentara. Buscó en su bolsa de enseres analgésicos que amortiguaran el dolor. Suerte que los había echado. Inconscientemente, empezaba a asumir que su molesta migraña sería un inquilino difícil de librarse.
La luz del amanecer hizo inútil la del candil. Recogió todo, lo que pudo, lo que no, como volver a dejar la tierra hoyada en sus fosas, la dejó para la siguiente jornada, quedaba destapar dos tumbas, aunque a su pesar, sabía que se encontraría los mismos resultados.
Corría hacia la mansión como alma que lleva el diablo. Quería llegar cuanto antes para acudir a un médico. Llevaba algo en el interior de su cabeza que quería salir, acabando con su vida al paso.
Comentarios
Publicar un comentario