El misterio del faro. Primera parte.

El misterio del Faro




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A mama Búha. Un cuento como preludio de sus sueños.


-El misterio del faro- 
Primera parte. 


    Pedro y Ana siempre se preguntaban por qué se iluminaba la luz del viejo faro todos los primeros lunes de cada mes. Este hecho no sería nada extraño si no fuera, porque hace muchos años fue abandonado en pos de la nueva torre en un nuevo emplazamiento más óptimo para los barcos.

    Lo primero que hicieron los niños fue preguntarle al torrero*, al viejo y gruñón Tomás. No tomaba en serio sus consultas, inquietudes o dudas. El curtido vigilante del nuevo faro creía que eran cuentos de niños. ¿Cómo se iba a iluminar el viejo faro si era él quien hacía ese trabajo? Aquella vetusta antigualla llevaba lustros cerrada, los mismos en los que no aparecía por allí. Tomás era de esas personas que no sienten apego por el pasado. Solo su condenado presente que va labrando el futuro. Un futuro predecible, seguro y, desde la perspectiva de los niños, aburrido.

    De Tomás no iban a sacar mucho más. No había que perder demasiado tiempo desde aquel lado. No parecía dispuesto a escucharlos, menos aún, echarles una mano o aportar algún dato o pista que sacase de dudas a los niños. Había que intentar otras vías que satisficieran su curiosidad. Era jueves y faltaba muy poco para que llegara el siguiente primer lunes del mes.

    Regresaron a la plaza del pueblo, ya se hacía tarde y necesitaban presentarse en casa para sus menesteres. Cenas, duchas o lo que tocara, alguna tarea del colegio, lectura y contar a sus padres lo que había acontecido en el día. Antes de regresar, Pedro sacó de su mochila unos walkie-talkies y le dio uno a Ana.

—Cuando llegue el lunes, estaremos atentos al faro. ¿Conseguiste los prismáticos que te dije?
—Me los trae mi primo este mismo sábado.
—Genial. Pues este domingo montaremos guardia en nuestras habitaciones hasta la madrugada. Nos mantendremos despiertos hablando. Procúrate unos cuantos cómics para mantenerte despierta o habla conmigo, pero en bajito, no queremos alertar a nadie. Cuando todos duerman, saldremos de nuestras casas. Nos coordinaremos con los walkies e iremos al viejo faro. Cuando dé la señal, quedaremos aquí, en este mismo sitio de la plaza. ¿De acuerdo?
—Sí, Pedro. Así lo haré.

    Ana escuchaba atenta las palabras de su amigo. Era cuatro años más pequeña que él y lo consideraba toda una autoridad en cualquier materia. Era como el hermano mayor que nunca tuvo. A Pedro le pasaba lo mismo, pero al revés, él sabía de su responsabilidad frente a Ana, se sentía como el hermano mayor, ese que tampoco pudo ejercer al ser también hijo único.

—Hasta mañana, Ana. Nos vemos en el cole.
—Adiós Pedro, nos veremos en el recreo.

    Llegó el nuevo día. No le hizo falta el sonido del despertador, o su madre insistiendo desde el quicio de la puerta, o los molestos rayos del sol que dejaba pasar la persiana a medio bajar de la ventana de su cuarto, nada hizo falta. Se levantó de un salto. El nervio y ansia por llegar al colegio no se lo creía ni él mismo. No es que hubiera despertado un interés creciente por el cumplimiento de sus obligaciones académicas de la noche a la mañana, era por su plan, o más bien que gracias a él, al fin iban a descubrir la verdad acerca del misterio del viejo faro.

    La ducha de la noche anterior hizo optimizar tiempo que empleó en aligerar el desayuno. La puesta de ropa estuvo dentro de marcas récord, seguido de un paso ligero hacia el colegio con mochila en ristre. Una de las ventajas de vivir en un pueblo pequeño era que las distancias ganan terreno al tiempo. En apenas cinco minutos se encontraba subiendo el par de peldaños que separaban la calle de la entrada principal de la escuela. Pedro solo pensaba en el recreo. La madrugada del día anterior lo había acompañado en su desvelo al pensar en lo que estaba por venir. Aún con esas, no sentía sueño. Las dos primeras horas de clase le parecieron días. Imaginaba las escenas en su mente de forma tan clara, que la noche de luna llena, iluminando a ambos agazapados a los pies del viejo faro, se entremezclaba en su percepción con las operaciones matemáticas en tiza sobre la pizarra.

    
Pedro alzaba su cabeza sobre el enjambre de niños en un primer intento de localizar a Ana. Abriéndose paso, con innata maestría en el noble arte del esquive, por aquel caótico desfile de juegos y actividades que se daban en el reducido patio del colegio. Fútbol, baloncesto, rescate, goma de saltar, comba, carreras, sedentarismo, tertulias o pasacalles. Todo cabía en aquel microuniverso. Se dirigió a la zona de tertulia, sin duda, su amiga estaría allí.

—Ahí viene tu amiguito, Ana —comentó Encarnita con cierto retintín burlesco cuando vio asomar la cabeza de Pedro entre la multitud de niños—. Creo que le gustas —una falsa sonrisilla se le escurrió de su cara.
—¡Cállate, idiota! Es mi amigo. ¿Qué pasa? ¿Las chicas y chicos no pueden ser solo amigos? Pues es así. No todos somos tan simples como tú, Encarnita.
—Hola, Ana. Puedes venir un momento —dijo Pedro algo inquieto al sentirse observado por el corro que formaban las cuatro niñas—.
—Sí, claro, vamos.
—Hasta luego Anita, ya nos contarás —las tres niñas restantes del coro, se llevaron las manos a sus bocas para tapar sus risitas. Ana se alejó de ellas dedicándolas sendas miradas de odio, que de haber sido espadas, se hubieran ensartado en sus rostros como cuchillos calientes en la mantequilla—.
—¿Qué les pasa a esas?
—Nada, son idiotas. Ya verás luego…
—Al diablo con ellas. Tenemos que hablar del faro. Bien. He hecho un seguimiento —sacó un trozo de papel doblado del bolsillo de su pantalón —, aquí he anotado las horas en las que el antiguo faro, vuelve a brillar. Se repite un patrón, siempre comienza a las tres de la madrugada y termina a las cuatro. Una hora. Cada primer lunes de cada mes. ¿Me dijiste que tu primo traería tus prismáticos este sábado, ¿verdad?
—Sí. Eso es.
—Bien. Pues ten en cuenta todo lo que te dije ayer por la tarde, tenlo todo a mano. Lo haremos este domingo. ¡Recuerda...

    El potente sonido del silbato lograba imponerse, gracias a la potencia de los pulmones del profesor, ante cualquier ruido de juego, actividad o conversación activa, anunciando el final del recreo. Estimulo condicionante que hacía que el tumulto de caos infantil, formara filas como el mejor ejército adiestrado.

—… Tener pilas nuevas en los walkies! —terminó de decirle Pedro a su amiga, cuando el silbato del maestro quedó extinto—.

    Corrieron hacia sus correspondientes filas. Se buscaron con la mirada hasta encontrarse, para dedicarse gestos afirmativos con sus cabecitas, hasta que se perdieron por las puertas y pasillos que los conducían a las aulas. Un torrente sanguíneo de niños que daban vida al viejo cuerpo que era la escuela.

    El sonido del timbre, anunciando el fin de la jornada escolar, retumbó por todas las paredes del recinto. Siempre era el mismo sonido, pero a los alumnos, los viernes, les sonaba distinto, a gloria. Por delante quedaba la tarde del viernes y todo un fin de semana. Eso para un niño era casi unas mini vacaciones.

    Las madres y padres de los más pequeños aguardaban la salida de sus retoños, poniéndose al día con las últimas noticias locales. Las puertas del colegio abrieron, antes que cualquiera de ellos se hiciera presente, el bullicio tomaba la delantera en formas de gritos, saludos y despedidas de los niños, luego, el torrente de infancia y juventud salía atropelladamente hacia el ansiado ocio, la escena parecía al caudal desbordado de una presa que se rompe. Los profesores dejaban salir primero a los más mayores. Luego, cuando el caos se dejaba vencer por la calma, iban entregando poco a poco, según reconocían a cada madre o padre, a los más pequeños del lugar.

    Pedro salió con el primer grupo. Con el caótico torrente de los mayores, como le correspondía. Hacía mucho tiempo que sus padres no necesitaban permanecer en la fila de reconocimiento para su entrega. Era mayor. Esa era la idea. La ilusión de idea.

    Entró en casa como si lo llevara una corriente de aire, dejándolo directamente en su cuarto. Su madre estaba haciendo la merienda en la cocina, la rutina hacía que contestaran casi al tiempo con el saludo de llegada.

    Los viernes eran relajados. La agenda, siempre enferma de rutina, era más distendida. El interrogatorio de si había o no había tarea mandada por su profesora se trasladaba a cualquier momento del fin de semana. Siempre había tarea que hacer, pero también era cierto que cada vez había que delegar más responsabilidad en su hijo. Que se encargase él de organizarse. Los viernes, mama salía antes de trabajar y era tradición que preparara sus galletas horneadas con trocitos de chocolate, acompañadas de un colosal vaso de leche bien fresquita como merienda.

    El tiempo se escurrió como si fuera un aprendiz de la ley de la relatividad. Para los adultos, muy rápido para los niños, como si se hubiera detenido. Cuanto más querían que llegara el final del domingo, más se alejaba de ellos, como todo lo que se desea, se hace esperar, pero todo llega y todo pasa, así ocurrió. Cuando menos quiso darse cuenta, Pedro estaba a punto de terminar su cena.

    Antes de subir a su cuarto, había que cumplir con una serie de requisitos bien llevados y con gusto realizados. Consistía en despedirse de sus padres con un cariñoso beso y cálido abrazo para dar paso, a continuación, al cepillado de sus dientes. Terminado el ritual de aseo diario, este no descansaba ningún día de la semana, subió a su cuarto y cerró la puerta. La noche iba a ser larga. Durante el fin de semana había acumulado provisiones en su cuarto, tanto de comida como de distracción, como habían planeado. Del cajón de su escritorio sacó el walkie.

    Con el inventario lleno, se tumbó sobre la cama. Aún era temprano para que la luz del faro se hiciera presente, si es que lo hacía. El reloj apenas marcaba las diez de la noche. Las manecillas parecían pesar más que de costumbre. Como si le costara esfuerzo cambiar de minuto. Era así como lo veía la impaciencia de Pedro.

    La reciente cena hacía que su apetito estuviera en niveles muy bajos, por lo que la elección del inventario caería del lado de la distracción. Un tebeo de la serie que estaban echando por la televisión, David el Gnomo. Aunque la estaba siguiendo con gran interés sin faltar a ninguna de sus citas, el cómic iba unos capítulos por delante. Eso le daba ventaja en las conversaciones del recreo, haciendo que cada lectura, al día siguiente, creara un corro más grande de infantes oyentes.

    El preludio del verano hacía que las ventanas no tuvieran tregua en casa, permaneciendo incansablemente abiertas. La brisa que llegaba desde el mar hacía que refrescara por cada rincón del hogar, trayendo también aquel olor tan característico y seña de identidad del pueblo costero. Era como si toda su esencia se colara a vivir con ellos. Se apoyó en el marco de la ventana. Contemplaba la imagen del viejo faro. La luna estaba alta e iluminaba la mar, haciendo que el reflejo de las estrellas sobre su manto pareciera el dibujo emborronado de un niño que intenta aprender a pintar. Cruzó los brazos y apoyó su mejilla sobre ellos, haciendo inclinar ligeramente su cabeza, aunque sin apartar la vista en ningún momento de la estampa nocturna que ofrecía el viejo faro y la vieja mar.



Continuará.




*Torrero o farero. Misma profesión, aunque distinta denominación. En ambos casos, la persona trabajadora que está al cuidado, mantenimiento y funcionamiento de un faro.




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