El misterio del faro. Segunda parte.
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-El misterio del faro-
Segunda parte.
La voz en alto que no solo escuchó Pedro, sino que un poco más y despierta a todo el pueblo, lo hizo salir de su confortable marco para apresurarse a bajar el volumen del walkie.
—¿Pedro, me escuchas? Cambió.
—¡Ssssssh calla! —se lo decía más que a Ana, al aparato—. Te escucho, sí. Alto y claro. Demasiado alto. Cambio.
—¿Cómo? Mis padres ya están dormidos. Cuando quieras, puedo salir hacia la plaza.
Pedro comprobó el reloj. Eran casi las dos de la mañana. Faltaba una hora para que se presentara el misterio, si sus cálculos y seguimiento no fallaban.
—Sí, de acuerdo. A las dos y media nos vemos allí. ¿Recibido? Cambio.
—Recibido, Pedro. Cambio y corto.
Ana había tomado la delantera. El trabajo de comprobar si sus padres dormían quedaba pendiente del lado de Pedro. No quería demorarlo más. Era casi la hora. Guardó algo de sus provisiones en su mochila. Apagó el walkie y también lo guardó, no quería que lo sorprendiera en mitad de la escapada. Aseguró de todas formas un volumen bajo, lo suficiente para escuchar a Ana y no despertar al pueblo cuando volviera a encenderlo fuera, lejos de los dominios de su casa.
Sin hacer el más leve ruido, medía cada paso y a cada paso movía su cabeza en búsqueda de alguna luz que se encendiera, delatando la presencia de alguno de sus mayores. Nada. No había moros en la costa. Ambos dormían. Incluso escuchaba los ronquidos de su padre y se preguntaba: ¿Cómo demonios podía dormir su madre con semejante terremoto a su lado? Bajó las escaleras como si fuera un gato. La luz de la luna se colaba por las ventanas abiertas, haciendo de anfitrionas y que la casa no necesitara de linterna para saber por dónde ir aquella noche. Giró el pomo de la puerta de salida. Pero la puerta no abrió. Puede que las ventanas estuvieran de par en par, ¿pero la puerta? Cerrada con llave a cal y canto. Contradicciones de los pueblos. Suerte que mamá y papá, siempre las dejaban puestas. Eso requería hacerla girar en silencio y rezar para que los anclajes de seguridad, no retumbaran demasiado en el recibidor al girar la cerradura.
Pedro era aficionado al cine de acción. Ya en el exterior, emulaba a sus héroes en la forma de moverse por las apagadas calles del pueblo. Buscando la cobertura de esquina en esquina y observando cada ventana que se cruzaba por su camino para no delatar su posición a cada nuevo movimiento. Integró en su particular película de espías las conversaciones con Ana, para coordinar la llegada a la plaza en tiempo acordado. Todo el pueblo dormía.
—Ya estoy aquí, Pedro. Llevo más de diez minutos esperándote. ¿Te falta mucho? El faro se va a encender y aún tenemos que llegar hasta allí.
—¡Mira al frente impaciente! Ya estoy llegando. ¿Me ves?
—¡Sí! ¡Qué nervios! —daba pequeños saltitos de emoción y juntaba sus manos en palmas—.
Pedro seguía metido en su papel de espía. Ahora inmiscuía a Ana en sus órdenes de pelotón, tal y como veía en las películas bélicas de la Segunda Guerra Mundial. De camino al viejo faro veían alguna que otra ventana que de pronto se iluminaba. Algún vecino que hacía la visita al excusado o atender su nevera o tomar el aire mientras fumaba. En ninguno de los tres supuestos fueron sorprendidos. Continuaron su camino hasta llegar, por fin, al viejo faro.
Para llegar a su falda tenían que pasar por la vieja casucha que acompañaba al conjunto arquitectónico. Estaba en pésimas condiciones. A punto del derrumbe. En más de una ocasión, las pisadas de los niños por las viejas maderas del suelo hacían que se rompieran como si fueran de ceniza, teniendo que improvisar paso, tirando de reflejo, hasta el siguiente madero, rezando para que este no colapsara y los dejara caer por el elevado paso que salvaba el suelo del vacío del acantilado.
Pedro, con la ignorancia de peligro que otorgaba su juventud, se lamentaba más por el ruido que estaban haciendo que de caer al vacío. Suponía que la mar, en calma aquella noche, les serviría de colchoneta. Una vez pasada la casucha, la puerta de salida daba a un pequeño repecho de tierra y sobre el borde del acantilado el gran y viejo faro. Allí estaba, en igualdad de condiciones de conservación, que la casucha que acababan de dejar atrás. En algunos tramos de su torre, las heridas de ladrillo dejaban ver sus tripas. La puerta a su interior estaba cerrada. Pero quedaba tan poco de ella, que no fue problema derrumbarla, más que abrirla. El interior olía a humedad y sal. En su centro, había una especie de chimenea hecha de ladrillo que se perdía en altura, llegando al extremo y final de la torre. A su alrededor y pegadas a lo que eran las propias paredes interiores del faro, una escalera que subía en espiral.
Dos paradas a dos pisos tenían. El primero, las dependencias del encargado del faro, la segunda parada, la parte superior, donde se situaban la linterna y la vidriera. De estas dos, el tiempo no había dejado rastro de ellas. Quizás algunos pocos vidrios que habían resistido el paso del tiempo, pero de la linterna, ni rastro, hecho que les llenó aún más de incertidumbre y curiosidad.
La estructura en túnel de la especie de chimenea de ladrillo terminaba justo donde debería estar la linterna. Era como si recubriera toda la parte de su mecanismo, desde el pie hasta la cúpula del faro. Como si una cámara interior recorriera todo el centro del faro. Los niños se asomaron por la boca para ver dónde terminaba. Pero ni la claridad de la luna podía iluminar aquel denso y oscuro agujero.
Suerte que era verano, pues allí arriba y a esas horas de la noche, con el crudo invierno, no hubieran podido permanecer a la espera mucho tiempo. No era el caso. Se sentaron sobre improvisados bancos hechos con sobrantes de piedras y ladrillos que se habían caído por la vejez de sus paredes que ahora decoraban la escena en caótico desorden de tristeza. Percibían que aquel viejo faro, en su juventud, había tenido tiempos gloriosos de vistosidad.
Hablaban en tono bajo, por no asustar al intruso que, cada primer lunes de mes, visitaba las entrañas del viejo vigilante del mar. Se repartían provisiones e intercambiaban supuestos. ¿Quién sería? ¿Por qué hacía lo que hacía? ¿Por qué los primeros lunes? Esas cosas que inquietan la curiosidad de los niños y que esperaban satisfacer para generar nuevas inquietudes. La mente de un niño no descansa y necesita llenarla de ideas, cuantas más y buenas, mejor.
De pronto, ambos quedaron con los bocadillos a media mordida. Congelados sin moverse y no precisamente por el frío. Una minúscula partícula de luz comenzaba a materializarse en el centro de la cúpula. Se apagaba para volver a lucir. Al hacerlo, aumentaba un poco su tamaño. Los niños se pusieron en pie de un salto, fueron a encontrarse para abrazarse, pues Ana parecía tener un poco de miedo. Pedro miraba fascinado aquel fenómeno al tiempo que calmaba a su compañera. Repetía insistente, aunque transmitiendo calma, que estaba con ella y no iba a dejarla. La abrazaba con firmeza mientras no apartaba la mirada de la intermitente luz que se creaba de la nada.
Pudo percibir cómo se formaba, bajo la luz naciente, un objeto que recordaba mucho a una cuerda. Parecía estar hecha por ramas de árbol. Era gruesa, del diámetro de una moneda de veinticinco pesetas, confeccionada de forma artesanal, ya que se podía observarse en ella cómo sobresalían, sin orden y en abundancia, ramitas más pequeñas junto con algunas hojas a punto de secarse. Cuando la cuerda terminó de materializarse por completo, también comenzó a brillar, no en tanta intensidad como la primera luz, que no dejaba de aumentar en tamaño. La cuerda comenzó un movimiento de polea, que hacía girar la luz en lo alto de la cúpula. El efecto era perfecto. El faro estaba de nuevo a pleno rendimiento. Funcionando, hablando con la mar.
Pedro y Ana miraban la escena con el rostro lleno de placentera felicidad. Lo habían conseguido, no eran cuentos inventados. Se encontraban en el corazón de la escena, siendo testigos de cómo iluminaba la noche, la mar y sus almas, contemplando cómo el antiguo faro llevaba a cabo su labor, resistiéndose a desaparecer.
Continuará...
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