MIND
"La mujer de rojo"
MIND. Capítulo 9: Tres.
MIND. Capítulo 10 Canción infantil
Capítulo 11.
-La mujer de rojo-
El silencio de la noche cubría la ciudad como un manto cálido, placentero y reconfortante. Para ella eran solo palabras bonitas que no resultaban ni restaban frialdad a la habitación. Oculta en lo más profundo de su edredón, en eterno intento por entrar en calor.
Desde hacía unos minutos, sus sueños comenzaban a encender su cuerpo, giraba en vano por paliar la incomodidad de sus extremidades redundantemente adormecidas. Lucha de gigantes entre sueño y vigilia donde el primero aún se imponía debido a la ventaja de las altas horas de la madrugada. Podría aguantar una o dos más de combate. No muchas más.
El peso del estrés laboral del día anterior tomaba el relevo de sus sueños. Aquella escena romántica en un café de París, con aquel apuesto caballero que se había encontrado en su visita al Louvre, era interrumpida por aquella base de datos con los reportes de pérdidas del balance trimestral de la empresa donde trabajaba.
Un tímido brazo escapaba de la improvisada fortaleza del calor en su rutinaria incursión de busca y captura del teléfono móvil que dormía sobre la mesilla de noche. Palpaba la superficie con rítmicos golpes suaves para encontrarlo, llevándose por delante el ejemplar del último libro elegido como lectura previa a sus sueños, La semilla oscura, de Michael M. Donovan, su escritor favorito de cabecera nocturna, para acabar cayendo en la mullida alfombra que enmarcaba la cama.
Al final, la mano logra su objetivo y lo muestra ante sus ojos. A uno de ellos al menos, el otro, permanece guiñado por el resplandor de la luz de la pantalla. Son las seis y diecinueve de la mañana. Faltan once minutos para que suene la alarma. Suelta un espontáneo «Bah» para sustituir a un «Qué demonios» al tiempo que se incorpora de la vertical para permanecer sentada en la cama. Necesita alzar sus brazos para estirarlos. Un ejercicio rutinario para ir despertando el cuerpo por partes.
Un prolongado y gustoso bostezo hace que sus extremidades se replieguen hasta hacer rozar sus manos en su boca casi desencajada.
—¡Oh! Mi querido Michael. Te has caído. Cuánto lo siento —dijo mientras recogía el libro del suelo para dejarlo en su posición original —.
Debajo de su camisón solo llevaba dos gotas de perfume. Le gustaba dormir sin ropa íntima; eso hacía que el camino a la ducha se sintiera menos perezoso a esas horas. Encendió un par de luces discretas que proporcionaban un perfecto ambiente para la lectura o el sexo. Las suficientes para ver por dónde iba y que no vieran su espectacular figura desnuda, desde la calle, los posibles ojos madrugadores indiscretos.
Con el cuerpo completamente enjabonado, repasaba con la maquinilla de afeitar los microscópicos vellos que tenían la osadía de asomarse por sus axilas y piernas.
Su vagina recibía los mejores tratos del mejor centro de depilación de la ciudad. Sus cuidados requerían no acercar cuchilla alguna; prefería dejarse seducir con las caricias perfectas del láser. Allí abajo, en el templo de su placer, no había vello, ni atisbos de que aparecieran en unos días. Estaba perfecto y cuidado, pues en sus encuentros amorosos esporádicos era requisito imprescindible que su invitado, cena terminada, se lo comiera de postre.
Abandonó la bañera tomando al paso su uniforme de ducha, su albornoz, y la toalla enroscada en la cabeza. Mientras la cafetera hacía su trabajo, dispuso sobre la cama la ropa que iba a ponerse una vez terminara de secarse. Tanga minúsculo transparente, medias y liguero negro y un imponente vestido rojo que se ceñía tanto a su cuerpo, que poco dejaba para la imaginación de los espectadores.
Para equilibrar aún más aquella perfecta arquitectura de moda femenina, coronaban, aunque del revés, unos caros zapatos de marca con tacón de aguja. Rojos. Como no podían ser de otra forma. El carmín del mismo tono, para hacer juego completo, pero lo aplicaría en sus carnosos labios una vez terminara de tomarse el café. Eso de dejar la marca en la taza lo consideraba una pérdida de tiempo si no había público que lo disfrutara y fantaseara con ello.
Completamente vestida y maquillada para enfrentar el día, terminaba su ración de cafeína escondida entre las tenues luces de su casa, observando, a través de los grandes ventanales del salón, cómo respiraba la inmensa ciudad.
La bruma de la mañana difuminaba sus luces y resaltaba sus sombras. Las venas de asfalto comenzaban a recibir los primeros regueros de automóviles y transportes públicos. El día despertaba. Terminó su café y dejó la taza sobre la mesa del salón, junto con la de ayer. Una semana de largas jornadas que le habían permitido disfrutar de su hogar solo en la noche.
Revisó el bolso para comprobar que estaba todo; mientras lo hacía, se acordó de aquel viaje a Roma, en aduanas, cuando un agente le pidió mostrar el contenido, al dar la alarma en un arco de seguridad, que no se fiaba del todo de ella.
—Llaves de casa, del coche, tarjeta del trabajo, tabaco y móvil… lo llevo todo. Si me olvido de algo, a resguardo se queda aquí.
Abrió la puerta y casi muere del sobresalto. Llevó sus manos, por instinto, a su boca para ahogar el grito.
Tres individuos plantados en el límite de la frontera de su casa y el rellano, mirándola fijamente extrañados. Tres personas dispares. Una muchacha joven, un joven hombre y otro hombre más, solo que este parecía algo más entrado en años y con altas probabilidades de haberse escapado de un museo medieval, a juzgar por sus ropajes de caballero andante, solo que de paisano.
—¡Disculpe, señorita! —dijo Claudia—. ¿No sabrá usted por casualidad dónde se encuentra el Umbral?
Mi página en Amazon.
Por si quieres apoyarme como autor.
¡GRACIAS!
Comentarios
Publicar un comentario