MIND
"Don Alonso de Malpica y Montalbán."
Índice de capítulos anteriores:
MIND. Capítulo 1. Perturbación en la nada.
MIND. Capítulo 2: La puerta blanca.
MIND. Capítulo 6: El otro lado.
-Capítulo 8-
Don Alonso de Malpica y Montalbán.
La oscuridad en sus ojos poco a poco iba disipándose a medida que la luz de la mañana se filtraba a través de sus parpados. Los sonidos que percibía sus oídos, un bullicio sordo que no sabría encajar en su descripción, debido a la inconsciencia que ahora abandonaba, comenzaban a resultarle familiar. Eran una mezcla de rezos y llantos.
Una vez sus sentidos principales comenzaron de nuevo a funcionar, fue consciente de su posición, debido al frío húmedo que sentía ahora por todo su cuerpo. Tumbado, decúbito supino. Sentía sus piernas dormidas, pese a despertar por completo de su letargo involuntario. Más que dormidas, sentía pesar, como si algo lo oprimiera. Con sus manos palpó probando suerte, aún mantenía uno de sus guantes metálicos que conformaban su armadura. No tocó pierna propia, más sí una cabeza. Un cuerpo sin vida dormía el sueño eterno sobre su regazo. Asustóse y empujó de la cabellera al pobre y desgraciado soldado muerto para librarse de su peso.
Como pudo, a duras penas se alzó. Contempló el desolador panorama. Una llanura franqueada por un frondoso bosque que hacía las veces de frontera para el infierno desatado. El barrizal formado por el fragor del combate se tenía de rojo en una amalgama informe de tierra y sangre. En macabro adorno, por doquier, por toda extensión que abarcaba su vista, se encontraban los cuerpos de aliados y enemigos mutilados, amontonados, esparcidos y masacrados por la locura de los hombres. Las astas que alguna vez sostuvieron banderas, se repartían por el terreno rotas y algunas envueltas en llamas.
Seguía sin poder ver bien del todo. Pero esta vez no era culpa de su estado. De modo que levantó el maltrecho visor de su bacinete. Ahora podía dar más claro sentido visual a lo que antes escuchaba. Efectivamente, no se equivocaban sus desperezados oídos. Eran los rezos de los sacerdotes que se paseaban por el campo de batalla absolviendo almas, y los llantos de las mujeres y niños que llegaban a la dantesca escena y, para su desgracia, reconocían a padres y maridos muertos, en el mejor de los casos. Algunos estaban de una pieza. Sin vida. Pero de una pieza o, al menos, con la cara intacta para ser reconocidos.
Avanzó por el escenario. Al iniciar la marcha, notó su herida en el bajo vientre. Fue presto a poner su mano ahí, como si el gesto fueran a menguar su creciente dolor. Empezaba a entender, su conciencia recuperaba algún recuerdo. Lo hirieron en combate, perdió el sentido. Enemigos y aliados lo dieron por muerto. Lo abandonaron. Se quedaría con las ganas de saber cuántos quedaron en pie, de unos y de otros. Si fue Victoria o derrota para su bando. Las nuevas de la conclusión de la batalla, precisarían demora; primero había que atender su herida. La composición lo hacía caminar despacio y medio cojeando. Sería mejor deshacerse de su armadura, aligerar peso y buscar un sanador o curandero.
—Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine patris et filii et spiritus sancti. Amen. —Pronunció mientras dibujaba en el aire la sagrada cruz con su mano.
Llegó al caballo con la protección sagrada recibida, aunque, pese a estar con halo santo, su herida no le permitía subir a la grupa con soltura. Agarró las riendas y anduvo por el camino de tierra hasta encontrar risco o valla de madera que sirviera como altillo para alcanzar la silla de su montura. No tuvo que recorrer demasiado camino para encontrarla. Subió, no sin maldecir a algunos santos debido al dolor.
A lomos del jamelgo logró llegar a la villa más cercana. Se dirigió al centro de la plaza para que la fuente lo ayudara a bajar del caballo y saciar su sed. Como en todos los pueblos, desde la plaza nacían las casas y establecimientos. Iría a la taberna, el más principal lugar de cualquier región. De seguro, alguien podría proveerlo de gasas y emplastos, o en su defecto, al menos alguien sabría quién lo haría o el lugar donde encontrarlo.
Puede que su conciencia hubiera vuelto, no así sus recuerdos. Permanecían en blanco. Debía tener mucho cuidado en el pueblo, no levantar sospechas hacia ningún bando, pues, en ambos casos, no sabían si el uno era aliado o el otro enemigo. Inventaría algo para cuando preguntaran su herida, diría que fue una res que lo hirió, arreando el ganado de su amo, en vez de la verdadera causante, el filo de una espada. La espada levantaría sospecha. La res, solo curiosidad. Improvisaría el resto.
En la taberna le procuraron las primeras vendas. También lo aconsejaron que acudiera al cercano barbero, para tratar la herida. Le aconsejaron que tomara alcohol como anestesia, por esta vez, invitaba la casa, no en tanto por cortesía, sino más bien por lástima, por empatizar, suponiendo los dolores que iba a sufrir cuando le cosiera en vivo maese barbero. Su historia de la res, resultó convincente. Perdió su conciencia en el barbero, como aventuraba el tabernero, al ser cosido y remendado. Cuando volvió en sí, por segunda vez en escasas horas, decidió acudir a la iglesia del pueblo. En sagrado, esperaría más seguro hasta recuperar su memoria. Necesitaba organizar el siguiente paso, como el de ir a su hogar, aunque antes, tenía que recordarlo primero.
A esas horas, la iglesia estaba completamente vacía. Ni siquiera estaba el párroco encendiendo velas, esperando confesar a algún pecador o preparando la misa de media mañana. Lo más seguro es que anduviera en el campo de batalla, absolviendo las almas caídas. Era hasta posible, si la casualidad lo sonreía, que hubiera sido él quien le había dado su absolución cuando se dirigía al caballo. Suerte que ahora no estaba, ya que podría identificarlo como soldado y levantar la veda de las sospechas. Gracias a Dios, estaba solo. Fue a los pies del altar y tomó asiento en el primero y más cercano de sus bancos.
Después de unos minutos de rezos, por ver si las plegarias le devolvían parte de su memoria, noto una fuerte luz blanca que salía de la puerta de la sacristía. El caballero se levantó para observar aquel fenómeno. ¿Milagro? ¿Sus plegarias habían sido escuchadas y Dios mandaba un emisario para comunicarle su respuesta? La intensa luz blanca no dejaba ver qué había al otro lado de la sacristía. Solo se distinguía el marco de la puerta. Su memoria, no tenía que recordarle que era valiente, de modo que se adentró en lo desconocido.
Cuando traspasó la luz, se encontró en un pasillo oscuro. La luz de la puerta que dejó atrás se apagó, cerrando su paso con ella. Solo había una dirección posible. Caminó por la oscuridad del pasillo que iba haciéndose cada vez más ancho. Unos pasos más al fondo, una pared. No había más salida. Estaba encerrado. Antes de girarse para deshacer el camino andado y regresar al punto de origen, observó cómo una línea de luz apareció en el suelo de la pared que marcaba el final. La línea comenzó a subir, dibujando y descubriendo una nueva puerta de luz. Un nuevo camino se presentaba. No entendía nada de lo que percibían sus sentidos. ¿Estaba muerto? ¿En el limbo, quizás? Atravesó la nueva puerta que daba a una gran sala cuadrada. Al fondo, en su pared de enfrente, una nueva puerta de salida. No parecía que fuera a tener fin este aparente bucle.
En medio de la nueva estancia, con forma de gigantesco cubo de paredes negras, dos personas. Un joven y una joven. Miraban extrañados su apariencia y él la de ellos. Parecían asustados por la presencia de aquel hombre herido que se los apareció como de la nada. Se acercó a ellos.
—Qué extraña indumentaria para una doncella y un caballero. —Les dijo. —¿Quiénes sois?
—Lo que nos faltaba. Otro aparecido de la nada. ¿Eres de esta o de la otra dimensión? ¿Vas a evaporarte en un vórtice como el otro?
—¡Espera, Lucas! Hay que aprovechar cualquier oportunidad que aquí se nos presente para ver si podemos entender algo de lo que está pasando en este maldito lugar. Discúlpele, caballero, está algo nervioso porque nos ha ocurrido una cosa que... bueno, más tarde le comentaré... A no ser que también desaparezca y no tenga oportunidad de... Lo siento, voy muy deprisa. Soy Claudia y él es Lucas. ¿Usted es? —Como si de la nada volvieran sus recuerdos a su mente, contestó sonriente y sorprendido:
—Mi nombre es Alonso. Don Alonso de Malpica y Montalbán.
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