MIND. Capítulo 10 Canción infantil.

MIND


"Canción infantil"






MIND. Capítulo 9: Tres.





Capítulo 10
-Canción infantil-




—¿Quiénes sois? ¿Sois vosotros? ¿Qué hacéis ahí? —Pronunció Jaime.
—¡Puede vernos! —Dijo Claudia a Lucas —¡Hola! ¿Puedes vernos? ¡Ayúdanos! ¡Sácanos de aquí! ¡Hola! ¡Socorro! ¡Ayúdanos! ¡Socorro! —Empezó a gritar desesperada. —¡No! ¡No! —Gritó aún más cuando percibía que el vórtice, poco a poco, se iba cerrando.
—El UMBRAL, DEBÉIS BUSCAR EL UMBRAL —Gritó a su vez Jaime mientras quedaba apenas un ápice de abertura. Finalmente, se cerró por completo. La sombra se disipó y solo quedó el espejo que volvía a reflejarlo en los lavabos del Darkness.

Puso su mano en el espejo en un intento fútil por rescatarlos de la nada, resultando infructuoso, pues ya solo quedaba su soledad. El portazo siguiente lo trajo de inmediato de vuelta a la realidad, profiriendo un grito de espanto, pues los clientes que precisaban el inodoro hicieron acto de presencia de forma abrupta, asustando en buen grado a Jaime. Los dedicó una mirada cargada de ira al tiempo que llevaba su mano al pecho para calmar el pulso de su corazón.

Se acercó a uno de los lavabos para refrescar sus manos y cara. Mientras lo hacía, observaba a través del espejo a los dos chicos que acababan de interrumpir. Vio cómo entraban en las dependencias individuales de los inodoros. Uno cerró la puerta, el otro, dejó que lo decidiera el azar. Ambos estaban en igualdad de condiciones, en niveles parecidos, o quizás un poco más, de borrachera que el mismo Jaime. Hablaban en alto, casi a voz en grito. La música atronadora que se ofrecía fuera, forzaba a subir el nivel de habla de los presentes. Se quedaba contigo, acompañándote, a pesar de abandonar el mundanal ruido y habitar lugares menos sonoros. Era casi un acto mecánico o residual.

Pared de retrete con pared, comentaban sus jugadas de la noche, el uno al otro. Sus triunfos o fracasos en el juego del amor. Nefasto escenario elegido por sus actores, donde todo es apariencia. Hasta la oscuridad del local jugaba en favor de los pícaros, pues la oscuridad no solo ocultaba sus rasgos, sino sus verdaderas intenciones de cara a días futuros, cuando el velo artificial cae y nos mostramos nosotros mismos sin artificios, sin la condescendencia del escenario preparado como trampa al ritual del cortejo contemporáneo.

Uno de ellos, después de soltar su discurso superficial acerca de su capítulo nocturno, vomitó parte de lo ingerido con gula alcohólica. Le sentó mal el cambio de ambiente, el paso del mundanal ruido del templo del metal a la apacible calma de los servicios, como un pez que escapa de su pecera o se acerca demasiado a la orilla del río, su cerebro no lo supo gestionar bien, o tal vez su estómago había colgado el cartel de lleno completo. El otro, al oírlo desde el baño contiguo, empezó a mofarse de él, dedicándole piropos que atentaban contra su masculinidad, muy propio de almas simples que irónicamente carecen de ella o tienen una idea muy inmadura de lo que significa ser un hombre.

Jaime los miraba con desprecio. Más aún, hacía aquel que había empleado aquellos insultos por el mero hecho de que su supuesto amigo, o más bien su cuerpo, no quisiera más alcohol. Terminó de secarse las manos con pañuelos de papel y los arrojó con rabia a la papelera. Abandonó la estancia para encaminar de nuevo sus pasos hacia la sala del Darkness. También estaba al límite de ingesta de licor. Era hora de retirarse.

Esa era otra. Comunicar la retirada, a veces, era un problema por la insistencia de los demás a prolongar la compañía. Jaime lo consideraba actos egoístas. La gente se acostumbraba a consumir gente en beneficio propio, en esta ocasión, para no sentirse mal en un lugar que, por sí, te hacía sentir así de base. Solo el conjunto de una compañía hacía la visita algo más digerible. Una negociación entre intereses. Los que se quieren quedar, pero necesitan consumir tu compañía y la de los que quieren largarse de ese maldito lugar porque ni el alcohol logra mantenerlo interesante.

La oscuridad y el alcohol hacían mella en su capacidad de observación. Parecía escanear cada grupo de gente para ver si, con suerte, aparecía Pablo y su grupo. La gente bailaba, saltaba, gritaba, movía sus cabezas como si estuvieran en trance… La noche y su local empezaba a contagiarlos de éxtasis, como si estuvieran preparando el lugar para la llegada del anticristo. Jaime se abría paso como podía. Entre huecos, a empujones o participando de algún baile. Buscaba a su grupo, o al menos, recordar su última posición antes de acudir al baño. Era cerca de la barra, pero había que atravesar un campo repleto de ganadería satánica.

Pablo lo recibió con un chupito de tequila en ambas manos. Uno para cada uno. Jaime lo bebió de un trago sin apenas pestañear, indicativo de que llegaba al máximo o andaba cerca. No quiso retrasar la negociación de su partida. —Me largo, chicos, mañana tengo que trabajar y necesito estar despejado.

Lo temía y lo tenía previsto, tal y como había pensado de camino al encuentro. La negociación por hacer que se quedara un par de horas más no tardó en llegar por parte de su grupo. Pero estaba decidido. De hecho, consideraba desde el minuto uno que puso un pie en el Darkness, como tiempo extra, pues solo tenía intención de ir a cenar con ellos. Así lo hizo ver y así lo usó como alegato para marchar en paz.

Mientras besaba y abrazaba a sus amigos como acto ritual de despedida, pensó en la forma caprichosa que el alcohol, influía en su memoria. Aquel par de chicos que interrumpieron en el baño lo hicieron también con su revelación. Aquellos dos desconocidos detrás del espejo. Detrás de aquella anomalía de la que había sido testigo. Alcohol e interrupción habían hecho que lo olvidara por completo hasta ese mismo instante de abrazo fraternal. Como si hubiera reconectado de pronto, de la misma forma que había sido interrumpido. No había digerido su conciencia lo ocurrido. Retiraba cara y cuerpo de sus besos de despedida con rostro palidecido por el recuerdo de ese vórtice espacio temporal.

Abandonó el Darkness. Ya en la calle, las puertas del local ejercían como frontera del sonido. Había un contraste placentero entre el silencio de la noche y el murmullo apagado del infierno atronador del interior, contenido por aquellos muros de recia madera. El Heavy metal se transformaba en ligero pitido en su oído a medida que se alejaba de allí y buscaba el camino de regreso a casa. No quedaba muy lejos de allí.




Espacio y tiempo. ¿Cuánto tiempo tardaría en recorrer el espacio si lo hacía a pie y cuánto tiempo tardaría en recorrer el espacio si decidía acudir al transporte público? De elegir transporte, a esas horas de la madrugada, podían darse dos supuestos: Que al llegar al andén el metro tardara poco en llegar, o que acabara de pasar y tuviera que esperar más de media hora. El tiempo, en ese supuesto, ganaría al espacio. No rentaba. Iría a pie. Además, le venía bien. Así daba tiempo a que su cabeza se despejara. Aguantaba bien el alcohol, pero las retiradas a tiempo y tener que tumbarse para conciliar el sueño con unas cuantas copas de más, no lo llevaba muy bien del todo. Todo le daría vueltas. Lo que le llevaría a levantarse y andar entretenido por la casa. Por tanto, esa tarea la realizaría ahora en forma de apacible paseo nocturno.

Abrió la aplicación de notas de su móvil. Quería dejar testimonio de lo ocurrido en los servicios del Darkness. Aquello le recordó a cierta habitación de su casa, custodiada por aquella puerta blanca. El umbral. Lo anotó en mayúsculas. Así se lo había indicado a esos dos pobres desgraciados atrapados al otro lado. Que buscaran el umbral. No se le ocurrió otra forma de referirse a ello. El umbral podía ser la salida o entrada. Aunque aquel túnel que se formó en el espejo lo preocupó. Creía tenerlo contenido en su totalidad en su apartamento, tras el umbral. Los portales comenzaba a materializarse en otros lugares; había sido testigo de uno de ellos. ¿Cuántos más habría? ¿Dónde se producirían? Anotaba nervioso en su teléfono todos los detalles que su adormecida cabeza podía recordar. Antes de que se esfumaran. Antes de que el alcohol se los llevara consigo.

Guardó el archivo de la nota. Bloqueó la pantalla de su móvil y lo guardó en el bolsillo del pecho de su camisa. Siguió caminando por las tranquilas y solitarias calles de la ciudad. Parecía el guardián de la noche. Solo estaba él, la luz de las farolas y el silencio. Ante ese escenario cinematográfico pensó en coronarlo con un cigarrillo. Buscó el paquete de tabaco. Al no encontrarlo, pensó sobresaltado que se lo había dejado en el local. No se rendiría tan fácil. Se detuvo para autocachearse y realizar una búsqueda más concienzuda. Mientras buscaba su nicotina, se percató de la figura de un hombre parado al final de la calle. Estaba quieto, como una estatua. Inmóvil. Parecía observarlo, aunque no podía asegurarlo, pues la lejanía difuminaba sus rasgos. Era un individuo muy alto. Condenadamente alto, lo era, pese a la distancia que los separaba. Jaime se aventuró a otorgarle no menos de dos metros desde los pies hasta el perfil de su sombrero Fedora.

Encendió su cigarrillo en medio de la sombra que quedaba entre una farola y la siguiente. Su rostro se iluminó con el tono anaranjado que proporcionaba el fuego de su mechero. El extraño individuo seguía impasible observando la escena. Jaime pronto llegaría a una esquina y su ruta le obligaba a girar a la derecha en la siguiente calle. Reanudó su paso con la primera bocanada de humo exhalado. Se acercaba el momento del giro.

Al gigantesco vigilante ahora se le apreciaba algo más la compostura de su atuendo. Todo en él era anacrónico, desde su sobrero hasta su gabán, que parecía ser de marrón oscuro, aunque ya se sabe lo que dice el refrán, que de noche, todos los garos son pardos. A escasos metros de virar a la derecha, el individuo inició con paso ligero en dirección a Jaime. La premura de la acción hizo que sobresaltara su ánimo sin que se notara en ninguna parte de su cuerpo con formas de gestos.




Al abordar la nueva calle, perdió de vista al sujeto. Aligeró el paso, por si acaso. A esas horas de la madrugada, en ese estado de embriaguez y el tamaño de aquel individuo, eran caldo de cultivo para malos pensamientos y peores presentimientos. Confiaba en que fuera todo trabajo de su paranoia y el extraño actor de sus malos pensamientos, pasara de largo, perdiéndose en la noche y pasada la resaca, de sus recuerdos. Miró por encima de su hombro. Despejado.

No estaba ya muy lejos del portal de su hogar. Faltaba poco, entonces, para terminar el capítulo de suspense que se había montado en su cabeza. Pensaba mientras apuraba su cigarrillo y se le escapaba una sonrisa tonta, por aquella espontánea situación. Lanzó la colilla al asfalto fuera de la acera, a territorio de coches, con un fuerte impulso de su dedo corazón. Se acercaba a un nuevo giro de esquina, el último, pues tras este y a media calle, se encontraba su casa. Como buena persona obsesiva, volvió a mirar por encima de su hombro, por si acaso, antes de girar. Lo vio.

El desconocido estaba detrás de él. Lejos. Pero allí estaba. La paranoia luchaba contra su razón, contra las casualidades. Quería caer del lado de ellas. Lo necesitaba. Ya que si caía del lado paranoico, abriría en sus pensamientos las puertas a posibilidades que no le gustaban nada en absoluto. Mantuvo la calma, aunque su cuerpo comenzó a sudar. Sentía el pulso en su cabeza. La adrenalina lo estaba preparando para reaccionar.

De no estar algo bebido, no hubiera dudado de que todo era casual, producto de su imaginación. Demasiado cine de terror y suspense, pensó como diluyente para sus nervios. Se dejó seducir por la ficción. En este punto no sabía si estaba aterrado por la situación o si lo estaba disfrutando. Mal jurado resultó el alcohol.

Fuera como fuera, estaba metido en su papel de víctima. Esperar para comprobar su paranoia le podía salir caro. De modo que al doblar la esquina, correría como alma que lleva el diablo hacia su casa. Buscó las llaves en el bolsillo de su abrigo. Debía tener preparada la del portal para minimizar tiempo. Un vistazo atrás para comprobar el espacio que los separaba para calcular mejor el tiempo que disponía. Allí estaba. Acercándose. Acechándolo.




No quería iniciar su escapada a la de ya, no fuera que el individuo se percatara de sus intenciones y corriera precipitado hacia él. Con semejante envergadura, su zancada debía ser colosal. Lo alcanzaría sin suspense mediante y fin del juego. Esperaría a girar. Así lo hizo. Como si escuchara el pistoletazo de salida de una maratón, corrió como nunca lo había recordado.

Desenfundó la llave y la introdujo en la cerradura apresuradamente, como apresurada fue la ayuda que empleó, en forma de fuerza de empuje, al lento autocierre de la pesada puerta del portal de su casa. Maldijo mil veces el encendido automático de luces del rellano, accionado cuando percibían movimiento sus sensores. Llegó al ascensor y apretó el botón de llamada. El indicador luminoso marcaba el número 4. La escalera estaba muy cerca. Si la cosa se complicaba, no dudaría en tirar de ellas. Necesitaba ver y comprobar. Esperaría al ascensor si no había motivo de preocupación. Confiaba aún en la casualidad.

Permaneció quieto. Inmóvil. Como si posara para un cuadro. Las luces, al no detectar movimiento, se apagaron, dejando el lugar casi en completa oscuridad si no fuera por el testigo luminoso del ascensor que ya marcaba tres y el leve resplandor de la luz nocturna que se colaba por el cristal de la puerta del portal.

Dos, marcaba el panel del ascensor, solo que Jaime no lo vio, pues tenía sus ojos puestos en la calle. Podía sentir en ellos un creciente picor debido a su intensa atención que los hacía permanecer abiertos, sin parpadear; no quería perder ningún detalle. Observaba el cuadro nocturno. Contuvo la respiración cuando pasó por delante. Allí estaba, tan pronto lo vio llegar, se fue, no se detuvo, lo había perdido de vista. No lo vio entrar en el portal. Pasó de largo con un par de zancadas. O tal vez, solo era casualidad y nunca lo había perseguido.

Uno, marcaba el ascensor. Estaba a punto de llegar. Seguía observando el exterior. Las puertas se abrieron, trayendo de vuelta con la luz de su interior, la atención de Jaime, oculto en la oscuridad de su refugio. Entró en su interior, llamando así la atención de los sensores de movimiento de la luz, iluminando toda la estancia, delatando su presencia. De forma insistentemente nerviosa pulsaba el botón del piso tercero, creyendo que así sus puertas cerrarían más deprisa. No quitaba el ojo al exterior, hacia la calle, por si de pronto apareciera. La imagen quedó bloqueada al cerrarse el ascensor.

Llegó a su piso, el tercero. Al salir, con cada paso que daba, se iluminaba el camino hacia su casa, como ocurría en el portal. De nuevo, obra de las luces automáticas. Buscó la llave correcta, entró en su apartamento y cerró con las cuatro vueltas que permitía el bombín de seguridad del cierre. Respiró hondo y echó el aire sobrante en forma de suspiro. Aquel extraño le había hecho sentir miedo. En vano, a juzgar por su creativo pensamiento, esta vez caído del lado por predisponer la tragedia. Seguía debatiéndose.

Cerca del perchero de la pared de la entrada tenía una ventana mediana que daba a la calle. Desde ella se podía ver el paso de dos calles. La avenida grande y una más pequeña de tránsito. Sin dar luz alguna, subió la persiana para observar mejor. No sabía muy bien si quería o no quería verlo. Suponía que sí, para su tranquilidad final, deseaba que, si lo veía, fuera para verlo alejarse de su edificio. Perdido, al final de la gran avenida.

Nadie. Solo el cambio continuo de los semáforos, sin clientes que atender. Solo la luz difuminada de las farolas que daba a todo un tono otoñal anaranjado, con su tenue luz. Luces aleatorias de los edificios de enfrente, vecinos que no se ponían de acuerdo acerca de cuándo empezar o terminar el día o la noche. El sonido de una sirena a lo lejos que luchaba contra el silencio por prevalecer… Pero nada más. Nadie. No había nadie. Solo la ciudad y la noche.

Jaime se despojó de su abrigo. No quería encender las luces. Todavía no. No se fiaba del todo. Fue a la cocina a prepararse un algo rápido con lo que tuviera o encontrara. La luz de la nevera serviría para preparar su tentempié de madrugada. Acompañando al sándwich de atún con tomate, un refresco de cola sin cafeína. Lo tomaría de pie. A oscuras. Sin prisa. Empezaba a relajarse y tenía todo el fin de semana por delante. Cuando terminara de tomarse su segunda cena o, por la hora, el ensayo de desayuno, se iría a la cama. A descansar. Llevaba engullido la mitad del rancho, cuando recibió un mensaje de WhatsApp.

—¿Quién demonios será a estas horas? Seguro que es alguno de estos con la típica foto de “mira lo que te estás perdiendo”. Qué mala suerte tengo, ¿no? Siempre me pierdo lo mejor justo cuando me marcho —dijo con tono sarcástico—.
Contacto desconocido. Aceptar o Bloquear. Decía su móvil cuando abrió el mensaje. Debajo había escrito un escueto "Hola!!!" Jaime aceptó el envite.




—Hola. ¿Quién eres?
—¿Conoces la canción infantil? "Ay mamita mía, mía, mía, ¿Quién será?"
—Que recuerde ahora mismo no. Pero ínsito, ¿Quién eres? no te tengo en la agenda.
—"No te preocupes hijito mío mío mío, que ya se irá..." ¿En serio no la conoces? Era muy popular en mi época.
—Te he dicho que no. Oye, en serio. Me vas a decir quien eres ¿te conozco? Es tarde y quiero irme a la cama.
—Más importante que el ¿quién? Es el ¿dónde?
—Está bien. ¿Dónde entonces?
— Para dar respuesta a tu pregunta, creo que la canción seguiría así: "Que no me voy... Que dentro de tu portal estoy..."











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