D. Capítulo 2. A los pies de su tumba fría.

 "D"

"A los pies de su tumba fría


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D. Capítulo 1. D.




- A los pies de su tumba fría- 


El extraño anfitrión que seducía su inquietud le había facilitado una nueva pista. Debía buscar, entre la muerte, aquella tumba que llevara el nombre de la nota manuscrita. Fuera quien fuera el misterioso señor "D" sin duda estaba colmando su curiosidad aquella noche.

Fue repasando tumba por tumba. Los nervios se acentuaban, motivo por el cual sostenía la nota para comprobar en cada sepulcro el nombre indicado, ya que no lograba memorizarlo. Paso a paso, por cada descanso eterno iba discriminando sepulcros.
—Lorenzo Germán... 8 de octubre... 1938 —cotejaba con las desgastadas letras de las lápidas—.

Juego extraño del que, sin embargo, empezaba a gustarle participar. A la noche aún le quedaba presencia, por lo que su búsqueda quedaba fuera de toda prisa, esa que el mundo moderno había privatizado y vendía como un activo valioso. Las cosas que merecían la pena llevaban su tiempo y dedicación, aunque buscar entre los muertos tampoco podía considerarlo como el sumun de la realización de logros en su lista de deseos.

—¿Dónde te has metido, Lorenzo? ¿Aparece ya, demonios? Supongo que no es muy oportuno mentar a los diablos en estos momentos.

En una de las pequeñas avenidas amuralladas con altos cipreses, en una de las esquinas que cortaba el paso, una de las tumbas rodeada por una cerca de hierro llamó por entero su atención. Destacaba del resto. Una gran cruz de piedra de granito hacía de vigía, con un desgastado y esculpido Jesucristo que en sus tiempos conoció de seguro mejor rostro. Algo le dijo a Claudia que esa era la tumba de Lorenzo. Una premonición que achacó de forma inmediata a la mención de sus demonios hace escasos segundos.




—¡Te encontré!
Se acercó a la tumba y comprobó el nombre. Para hacerlo tuvo que subirse a uno de los salientes laterales del majestuoso sarcófago de piedra.

—Don Alejandro José de los Infantes de Diezma y Montalbán. 1954. ¡Mierda! No es la de Lorenzo. Mis demonios me han jugado una mala pasada.

De un salto bajó de la lápida con tan mala suerte que, al rozar su planta del pie con el suelo, este se dobló por el talón y la hizo caer de bruces. Con la caída dejó escapar sin querer la nota. Una leve brisa de viento la alejó en vuelo arremolinado hasta reposar en una de las tumbas cerca de la del noble Alejandro. Se incorporó sacudiendo el polvo de sus rodillas y codos, poniendo rumbo al rescate del trozo de papel descarriado. Bendijo a sus demonios y su mala suerte por la caída cuando comprobó dónde había ido a yacer la nota.

—¿De modo que estabas aquí? ¿Eh? ¡Lorenzo! Me ha costado hasta mi sangre, pero aquí estás. Bueno. Pues aquí me tiene, señor D. ¿Y ahora qué?

Arriba, abajo, izquierda, derecha, por arriba y por abajo. No dejó palmo sin comprobar. Nada. Ni un atisbo de pista. Ni rastro de un nuevo sobre con nota que indicara el paso a seguir. Hizo una segunda ronda. Una tercera. Mismo resultado. Se empezó a cuestionar el tiempo. ¿Y si no era el día? ¿Y si solo debía localizar la tumba y esperar en otro lugar una nueva instrucción para una nueva cita, un nuevo acertijo?

Se sentó a los pies de la lápida, cerca de las letras que sobresalían de la piedra con el nombre y año del fallecido. Con su dedo índice comenzó a rozarlas como si estuviera sobrescribiéndolas al tiempo que leía en voz alta su repaso escrito.

—Lo... ren... zo... Ger...man...D

Cuando rozó la letra "de" esta venció hundiéndose hacia abajo, emitiendo un sonido de roce de piedras. Había activado algún tipo de resorte. La lápida mortuoria comenzó a temblar y a moverse con ella encima. En acto reflejo, bajó de inmediato para ser espectadora de la resolución del antiguo mecanismo, esta vez sin caerse. La tumba se abría ante sus ojos hasta que el gran bloque de piedra cedió por completo, descubriendo la fosa. Emitía un denso y fétido humo que corría a liberarse, a mezclarse con la noche hasta dejarla por completo despejada con aire renovado. No había féretro antiguo, ni tierra que lo cubriera. Solo se mostró unas profundas escaleras que, desde donde observaba Claudia, no parecían tener fin si no fuera por la tenue luz anaranjada que se adivinaba al final del tramo.

Continuará.




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