Más allá del mar
Nota del autor.
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Capítulo 2
-Sombrero de copa-
Terminó de apurar su cigarrillo artesanal. Se preparó otro, no para fumarlo enseguida, lo haría para después. En señal de victoria, si conseguía trabajo, o de derrota, si no lo hacía. Lo importante era fumarlo. Mientras arrancaba otro pedazo de octavilla y lo llenaba de picadura de tabaco, hizo una panorámica. En el puerto empezaba a haber movimiento. Poco a poco iban llegando los peregrinos del mar. Cuando se sabía que el sindicato iba a los muelles con ofertas de empleo, el resto de patrones de barco esperaba para otro día. Al menos la mayoría de ellos.
Casi todos los marineros, oficiales, cocineros, maquinistas, timoneles y resto de labores a cubrir, preferían el sueldo del sindicato. Pagaban mejor y ofrecían mayores empresas. Para eso era el sindicato, las mejores ofertas las acaparaban ellos. Claro que para concurrir a un trabajo del sindicato, había que estar afiliado. Eso significaba, pagar la cuota anual o mes a mes. Todos los marineros que no estuvieran sindicados, esperarían a mañana, igual que los patrones.
Enrolló su cigarrillo llevándolo después a su boca para sellarlo con saliva. Mientras relamía el papel, miró al frente y observó un extraño hombre parado al final de la calle, la que llevaba al muelle. Parecía ir bien vestido. Destacaba su extravagante sombrero de copa. No parecía del pueblo. Tampoco parecía necesitar trabajo en la mar. No le sonaba haberlo visto antes por allí. Permanecía quieto. Sin delatar intenciones de acercarse al muelle para ver si caía un trabajo. —¿Qué demonios pinta ese ahí? —pronunció en voz alta mientras terminaba de apañar su cigarrillo guardándolo en la parte superior de su oreja. En un principio supuso que se trataría de algún empleado de algún empresario que esperaba la mañana para ofertar trabajo de alguna compañía con buques a cargo de su administración, pero tampoco llevaba cartera alguna. Solo estaba allí y... juraría que lo estaba observando. —¿Desde cuándo llevas así, amigo?—
La gente empezó a aumentar su cauce. Pasaban por delante del tipo, pero él permanecía inmóvil, incluso a los leves encuentros que lo topaban ligeramente. Los del sindicato aún no habían llegado, pero la gente ya empezaba a coger sitio en el muelle 3. El más grande de los ocho que se distribuían a lo largo de la playa. En cada uno de los muelles, tablones donde colgar anuncios de trabajos menores que ofrecían los patrones o los comerciantes del pueblo. En el muelle 3, aparte de su correspondiente tablón, una media caseta con una especie de mesa parecida a un escritorio de oficina para gestionar mejor la admisión y administración de los candidatos, de los trabajadores.
—Pongámonos en marcha. —Se levantó del banco e inició la marcha en dirección a los muelles. El extraño hombre de sombrero de copa lo seguía observando. Según se acercaba a su media distancia, el hombre giró y, aprovechando la llegada de un grupo de marineros que tomaban su posición en la calle, lo perdió de vista. Arthur seguía avanzando y cuando vio la maniobra del extraño hombre, se puso de puntillas y estiró el cuello para ver si no perdía su rastro. Pero no lo consiguió. Continuó su marcha hasta llegar a la corriente de gente que desembocaba en el mulle del sindicato.
La gente comenzaba a tomar posiciones sobre las maderas del muelle. Hoy había más de la habitual. Se había corrido el rumor que el trabajo iba a ser importante en cuanto a vacantes a ocupar. Hasta dos embarcaciones fletarían en unos cinco días para dar salida a cuarenta puestos de trabajo. El murmullo de la gente, menos madrugador que las personas, empezaba a aumentar. Conversaciones en todas las direcciones, saludos, opiniones, suposiciones, bromas y dudas iban de un lado a otro del grupo formado por marineros y oficiales.
Unos fumaban, otros se pasaban la bebida o la escasa e improvisada comida que tenían, piezas de fruta o sobras de cualquier rincón abandonado del pueblo, sobras que Arthur, miraba porque escasos minutos se había provisto de ellas. Palpó en su zurrón la fruta que había guardado para asegurarse de que allí seguían. ¿Quién se las iba a quitar?
—¡Paso! Paso. Paso al sindicato. ¡Paso! —Iban diciendo unos marineros a otros mientras abrían la fila para dejar un pasillo de muros de hombres para que los tres miembros del sindicato llegaran a su puesto. Uno de ellos ocupó la mesa del improvisado escritorio. Desplegó sobre ella papeles, libros de contabilidad, de registro, tintero y pluma. Otro ocupó el atril o púlpito con el guion de ofertas de empleo. El tercero permaneció detrás de los dos. Entre el escritorio y el tabón de anuncios. Su función era garantizar la seguridad de los tres. Procuraba siempre que se viera su revolver a la cintura.
La oferta y demanda de empleo funcionaba de la siguiente manera. El miembro del sindicato que se encontraba en el púlpito anunciaba la categoría del puesto y cuantas vacantes necesitaban. La gente alzaba la mano para prestarse voluntario a la oferta. Necesitaban tener la experiencia o acreditar su grado de profesionalidad para desempeñar según qué puestos, no era lo mismo la cualificación requerida para un marinero que para un timonel. Una vez alzaban los brazos para concurrir al puesto, el del sindicato hacía su particular selección. Los seleccionados subían en orden y fila hacia el escritorio, para que el administrativo los apuntara en los libros de registros y comprobara sus cuentas con la cuota del sindicato. Nadie embarcaba sin estar al día en el pago de las cuotas.
Los rumores estaban en lo cierto. Dos grandes embarcaciones partirían en unos cinco días. El trabajo era importante y abundante. Las ofertas que necesitaban cubrir eran:
Un capitán. Este es el único que ya estaba asignado y no se ofertaba. Ya venían elegidos de antes por la empresa o dueños de los barcos que acudían al sindicato para conseguir tripulación. Dos timoneles con turnos de doce horas cada uno, un Patrón, un Maestre, un Contramaestre, cuatro oficiales de máquinas, ocho marineros y dos cocineros. En total, cuarenta puestos de trabajo a cubrir. Treinta y ocho, más bien, por los capitanes impuestos.
Los marineros iban alzando sus manos al grito de cada oferta, siendo seleccionados los más afortunados. Los del sindicato tenían experiencia, sabían hacer su trabajo y sabían qué gente funcionaba y cuál había que aguardar para otras empresas. Eran perros viejos en el negocio. Arthur aguardó su brazo para un puesto de oficial de maquinas. Estaba cualificado y tenía experiencia, pero también podía desempeñar otros trabajos menores en su grado, si no pasaba la primera selección. Otros oficiales y marineros hacían lo mismo. Incluso había marineros no cualificados que alzaban para ser seleccionados como contramaestres o timoneles. Por suerte, para el resto, nunca eran seleccionados.
Llegó su anuncio. —¡Oficiales de máquinas, necesitamos ocho oficiales de máquinas! —Al llegar a la oferta de este puesto, el del sindicato estuvo alerta. Hacía unos cuantos anuncios que se había percatado de la posición que ocupaba Arthur entre los pujantes. Lo conocía. Tenía buenas referencias de él. Arthur, puede que fuera un desastre en tierra, pero en la mar, era todo un profesional que cumplía con sus funciones de manera eficiente. Los patrones y capitanes de navíos en los que había trabajado, siempre alababan su labor en las referencias que enviaban al sindicato.
No había de terminado de decir la palabra "maquina", cuando el puño en alto de Arthur despuntó entre las cabezas del gentío. Otros once se unieron a la oferta. Arthur fue el primer seleccionado, el primer nombre que pronunció el hombre del sindicato. Se abría paso para acceder a la mesa de registro mientras seguían eligiendo el resto de vacantes a oficial.
Del zurrón sacó su arrugada cartilla del sindicato y la depositó encima de la mesa. El empleado de administración empezó a copiar los datos en su libro de registro.
—Número de afiliado ABS-21082007 —Pronunció mientras bajaba filas apuntando con la punta de la pluma. Retenía la referencia en su cabeza al tiempo que pasaba páginas en el libro de contabilidad. —Aquí estás, Arthur, oficial de máquina... 2007. Un momento. No está al corriente de pago. Le faltan dos cuotas. No puede embarcar. Nadie embarca debiendo cuotas al sindicato, es la norma. Lo siento. ¡Siguiente! —¡Un momento! —dijo Arthur al compañero de atrás que le invitaba a abandonar la mesa y dar cuenta de su turno. —Vamos hombre, haga una excepción. Esperaba ponerme al día una vez cobrara el primer sueldo. —Lo siento. No hay excepciones —¿Cómo esperan que pague si no me dan trabajo para ganarlo? —No es mi problema. Siguiente.
—Arthur, ven un momento. —Lo llamó el hombre del atril. Arthur se apartó de la mesa y fue a atender la llamada. —Arthur, embarcamos en cinco días. Puedo guardarte la plaza. Consigue el dinero y ponte al día. —Gracias Mike, te debo una. Traeré el dinero. —Eso espero. Es la última vez que me juego el cuello por ti. Anda y ve a conseguir el dinero. Antes de mirar hacia abajo para sortear el escalón de los maderos del puerto y dar sus pies en la arena de la playa, miró al frente, donde comenzaban de nuevo las casas y comercios. Entre ellos, en el punto de origen de una de las calles, un hombre observaba la escena. Era él. El hombre bien parecido con sombrero de copa.
Arthur vio claramente como fijaba su vista en él. En ese momento, cuando cruzaron las miradas en la distancia, el hombre dio media vuelta y se adentró en las entrañas del pueblo. Una vez más, desapareció de su vista. Una vez más, perdió su rastro. Arthur decidió seguir su rastro, aunque resultara infructuoso. Se abrió paso entre los marineros que seguían pujando por el resto de empleos. Los dejó atrás, hasta que el bullicio de sus voces se ahogaron con los primeros callejones del pueblo. Anduvo sin tino ni tiento, pues no sabía hacia dónde se había dirigido su misterioso admirador.
Liberó el cigarrillo de su oreja para fumar, no sabía si por triunfo o por fracaso. No estaba del todo muy claro. La tos sobrevino no tan violenta como el que produjo el primero de la mañana. Cuando terminó de toser y escupir sus flemas, los ojos vidriosos cubiertos por las lágrimas dejaron entrever el cartel de la taberna que interpretó como una señal del destino. Claro que tampoco hacía mucha falta insistirle para entrar en las tabernas. Todo era un juego de su mente. Una flaqueza de su voluntad.
Claro que tampoco hacía mucha imaginación para entrar en las tabernas. Todo era un juego de su mente. Una flaqueza de su voluntad. Necesitaba un trago, ya vería como solucionar el pago. Siempre se necesitaban camareros en aquel miserable pueblo. Probaría suerte. En esta vida, cuando las cosas van bien, se bebe vino y cuando van mal, se bebe más.*
La taberna solo la iluminaba lo poco que se filtraba de las ventanas y las velas que reposaban sobre los restos de cera de otras velas en un timón colgado del techo que hacía las veces de lámpara. Se encaramó en uno de los taburetes de madera a pie de barra y pidió un vaso de whisky. Con el penúltimo cuarto de octavilla empezó a liarse otro cigarrillo antes de terminar de apurar el que sostenían sus labios.
El camarero puso a su lado el vaso y comenzó a llenarlo de whisky hasta un dedo de medida. Cerró la botella y la dejó en el mostrador de madera que tenía a su espalda. Cogió su libreta para dirigirse a una de las mesas apartadas del local para atender la llamada de un cliente. Arthur bebió de un trago su ración de alcohol. Le daría coraje para decirle al camarero que no tenía ni un centavo y que buscaba trabajo aunque fuera para fregar las letrinas. De allí saldría con trabajo o de una patada en el culo. Cuando el camarero regreso de apuntar sus comandas, le sorprendió al comprobar como tomaba de nuevo la botella de whisky y le volvía a servir un dedo en el mismo vaso. —Disculpe, yo no le he pedido otro trago. —No se preocupe. El anterior y este, corren de la cuenta del caballero de aquella mesa.
Arthur se giró en su taburete para ver quién había pagado su cuenta. Allí estaba. A contraluz de la ventana observando el paisaje marítimo. Sentado en un banco de madera con un café reposado en su mesa. Bien vestido y coronado con su inconfundible sombrero de copa.
—Vaya, vaya, vaya. ¿A quién tenemos aquí? Mi admirador secreto. —Pronunció en voz alta mientras bajaba de su asiento, al tiempo que tomaba su vaso para dirigirse a la mesa donde esperaba aquel hombre. ¿Quién diablos eres y por qué me estás siguiendo? —El hombre seguía mirando por la ventana, como si no hubiera sentido su presencia. Arthur, permanecía de pie frente a él. Cuando terminó de decir la frase, apuró de nuevo su vaso y la dejó con enfático golpe sobre la mesa.
Al notar la impaciencia de su invitado, el hombre giró su cabeza para fijar su vista en los ojos de Arthur. Con voz agradable y tranquila le dijo: —Buenos días, Señor Arthur. Por favor, tome asiento. Tengo un asunto que proponerle que puede ser de su interés.
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* Cita de "Las bicicletas son para el verano". 1997. Fernando Fernán Gómez.
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