Más allá del mar.
Nota del autor.
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Capítulo 1
-En algún lugar...-
Unos tablones de reseca madera y un saco de heno, era su improvisado colchón para su destartalado camastro, alquilado por una noche por un puñado de céntimos. Era el resto, lo último que le quedaba de su último sueldo de hace tres semanas, después de haber echado cuentas con la taberna del puerto. El olor a orines y a cuerpos de marineros curtidos que han visto mucho mar, pero poco jabón, y que ocupaban el resto de camastros, no eran impedimentos para distraer el sueño de ninguno de los presentes en aquella desangelada habitación donde más que dormir, roncaban como un coro desafinado que ensayara para debutar en el mismísimo infierno.
Arthur, sin embargo, fue el primero en despertar. Se sentó a los pies de la cama, estiró un brazo mientras el otro lo llevó a su cuello para apretarlo con fuerza por detrás. Una rutinaria forma de desperezarse. Una costumbre que no sabía si tenía algún sentido, pero lo reconfortaba. Miró la escena y maldijo su mala estampa. Aún no había despuntado el alba y lo único que iluminaba la habitación común, era un miserable candil de aceite que apenas podía sostener la llama.
La resaca de la noche anterior hacía que esa madrugada pesara en sus párpados. Había que abandonar la habitación. Acudiría al puerto para ver si hoy había faena. De no haberla, esa noche tocaría dormir en la calle. Aunque aún podría haber algo de esperanza en los préstamos. Probaría suerte con algún conocido, aunque la acción para el otro fuera desafortunada. Estaba casi siempre sin blanca y cuando algo caía en sus bolsillos, lo gastaba en vino y tabaco. Comer era un lujo secundario cuando estaba en tierra, porque lo poco que podía conseguir con el dinero que quedaba después del vino, no se podía considerar comida. Ni los perros callejeros lo querrían.
Era más sensato darse a la bebida en las tabernas del puerto. A veces, con suerte, el tabernero acompañaba las jarras con algún pescado o sobras del rancho del servicio del turno de la mañana. Claro que, había un requisito para poder acceder a la comida, pagar el vino. Hoy ni eso. Estaba sin blanca. Solo tenía pequeños agujeros en los viejos bolsillos de sus raídos y andrajosos pantalones. Era demasiado pronto para pensar en ese problema ahora. Ya se le ocurriría algo cuando el sol, si es que esa mañana quería salir, calentara su cuerpo e ideas.
Se puso en pie, dispuesto a abandonar el cuartucho. Agarró su escaso zurrón que reposaba bajo el cabecero del camastro. Descendió por las viejas y desgastadas escaleras de madera. Antaño gozaron de mejor salud, ahora, la miseria trepaba por sus escalones, como también lo hacía por los corazones de los marineros que dejaba arriba en la sala, roncando como si las desventuras de la vida, no fueran con ellos.
El vigilante o encargado del trabajo de proporcionar cama y cobrar a los clientes de aquella especie de hospedaje, estaba en su pequeño habitáculo, tras el improvisado mostrador hecho con tablones y cajas de madera, roncando como el resto. Arthur pensó que aquellos ronquidos eran más agradables que sus conversaciones y tomó como signo de buena señal que no tuviera que cruzarse con él y realizar lo más cercano a una despedida. Celebró que lo cobraran por adelantado.
Abandonó el establecimiento. La marea había subido aquella noche. ¿Cuándo no? Las calles estaban embarradas debido a la visita nocturna del agua del mar. A cada paso que daba, crecía en altura, ya que el barro se iba amontonando en la suela de sus botas. Al perfume del aire, de restos de comida y basura de los pocos establecimientos mal repartidos por la calle, se le unía el hedor de agua estancada del barro renovado de cada amanecer. Ya ni siquiera hacía el esfuerzo de llevarse la manga de su chaqueta a la nariz para amortiguar el efecto.
Miraba cómo los animales del entorno se buscaban la vida entre la miseria. Observando cómo buscaban entre los restos de basura, se preguntaba si perros y gatos eran tan madrugadores como él o si, por el contrario, nunca dormían. Le inspiraba lástima aquella escena. No sabía si por ellos, o por él mismo, al no encontrarse muy distante de aquella situación. Ahora mismo, lo único que los separaba, aparte de su condición como especie, es que ellos no tenían resaca.
Sin querer, aquellos animales le resolvieron el problema de la primera comida de la mañana. Claro que, siendo la especie inteligente, buscaría en el lugar correcto. Era detrás de los establecimientos donde había que buscar los restos de la comida. No en los de la fachada. Aprovecharía para llenar su zurrón con las sobras más interesantes antes que los tímidos rayos del sol despuntaran, abriéndose paso entre el horizonte y las pesadas nubes, dando al traste con sus planes de abastecerse.
Pasó a través del angosto pasillo que dejaban las bajas casas de madera unas de otras, configurando entre ellas un confuso callejero improvisado. Tal y como había previsto, allí reposaba su recompensa. Entre cajas amontonadas, apartando “el grano de la paja”, logró recuperar algo de rancho que llevarse al gaznate. De su zurrón sacó su plato y cuchara de madera. Lo llenó con una especie de potaje de garbanzos y judías, hasta rebosar el plato. Apiló unas cajas para que lo sirvieran de asiento donde degustar, lo que la resaca y el hambre, convertían en un manjar.
Comió hasta hartarse. De las apañadas cajas también buscó unas cuantas piezas de fruta, que comenzaban a notarse su mal estado, pero que sin remilgos le servirían para su almuerzo. Las guardó en su zurrón junto a sus enseres de madera y salió de nuevo a lo más principal de la calle, si es que se le podía llamar así.
Pasado su particular festín gastronómico, el sol comenzaba a trabajar intentando hacerse ver a través del cielo nublado. El pequeño pueblo pesquero empezaría a despertarse no tardando. La actividad comercial volvería de nuevo a dar una vuelta de reloj. Pronto llegarían los representantes del sindicato al puerto, para ofrecer trabajo en la mar. Caminaba por las calles embarradas.
De vez en cuando, esquivaba algún que otro cubo de agua arrojado desde las puertas de los locales. Los dueños de los establecimientos madrugaban para adecentar sus miserables comercios, por mucho que se esmeraran con el agua y el jabón, había cosas que no podrían cambiar de su aspecto. Como los hombres que conocía o, como él mismo. Eran unos pobres miserables sin suerte.
—Claro que siempre hay alguien en una situación peor—. Pensó Arthur cuando vio el desfile de gente que aún dormía en la calle, tirados en cualquier lugar donde su cuerpo diera. Con más o menos provisiones de ropa o manta que los resguardaran.
Aún era algo temprano para el sindicato. Los que cenan bien duermen mejor y despiertan tarde. Llegó a la pequeña plaza del pueblo. En medio de ella se situaba la desgastada estatua del antiguo alcalde que fundó el pueblo hace más de cien años. Era lo que parecía. Un viejo pueblo con un siglo de antigüedad al que la vida y la suerte lo habían abandonado. La gente que quedaba no vivía. Sobrevivía.
La única vía de escape posible era probar suerte en el puerto. Seguías sobreviviendo con la esperanza de que la suerte, cayera del lado contrario, aunque sólo fuera una vez. Esperando ese trabajo que lo llevara a alta mar durante meses, para ahorrar un buen puñado de dólares y partir a una ciudad con más probabilidades de no morir de hambre o miseria. Un tiro entre cien mil. Pero había que persistir. No quedaba otra. El sindicato para aquel pueblo y distrito siempre tenía las sobras, como la sensación general de aquel lugar. Aquellos trabajos que nadie quería. Trabajos de poca monda que apenas daba para nada. Al menos, mientras se faenaba, el rancho lo tenías asegurado.
—Pensando en alcaldes— dijo Arthur mientras se agachaba a por una octavilla que se le pegó a su suela. Propaganda política para elegir, o más bien reelegir, a “Cusack”, el actual alcalde del lugar. Limpió el barro del papel y lo dejó reposado en el banco de la plaza que ocupaba. Del bolsillo de su zurrón, cogió su saquito de tabaco picado.
Deshizo el nudo del cordel para liberar la picadura. Como si fuera un ave rapaz, puso sus dedos en forma de garra para coger un puñadito de tabaco que custodió cerrando el puño. Con la misma forma de garra, de la mano del tabaco custodiado, y con la ayuda de la otra, cortó un pedazo de la octavilla, seccionando la fotografía del alcalde justo por su cuello y donde rezaba las elecciones de 1930, llamando al voto.
—Es el único momento de sus mandatos que se acuerdan de nosotros. Cuando nos necesitan para votarlos. Luego, si te he visto no me acuerdo. Les importamos una mierda. Solo nos quieren para ponerlos “ahí” y enriquecerse a nuestra costa. Ellos y sus amigotes. Qué asco. —Escupió como si tuviera entre las muelas carne de político al tiempo que terminaba de liar su tabaco en el trozo de papel con la cara del alcalde. Un fósforo de su zurrón iniciaba su tranquilo primer cigarrillo de la mañana. Tardó en prender, puesto que el papel, estaba húmedo. Salía un humo muy blanco y la tos no se hizo esperar. Expectoró como si esa fuera la última vez que tosería en su vida. Las siguientes bocanadas trajeron menos intensidad a las quejas de sus pulmones. Por un momento maldijo al tabaco, la octavilla y al alcalde. No sabía decidir cuál de los tres, le producía más tos.
Desde el banco de la plaza podía ver parte del muelle y puerto. Al menos, el trajín de gentío que, de momento, parecía calmado. Cuando notara movimiento, iría a probar suerte. Hasta ese momento, permanecería sentado esperando la mañana. No había otra cosa que hacer más que fumar y esperar.
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Buen relato, muy interesante y bien ambientado.
ResponderEliminarMuy buenas Geimers. Un placer vuestra visita por mi humilde blog. Gracias por vuestra lectura y comentario. Un saludo. Nos leemos !!
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