Cuentos para Halloween
-El espejo-
Samuel siempre había sido un hombre de costumbres. La rutina era su refugio, su manera de mantener el mundo bajo control. Cada madrugada, mucho antes de que el sol asomara por el horizonte, se levantaba con el mismo gesto pausado, casi mecánico. Encendía la cafetera, tostaba una rebanada de pan y se sentaba en silencio frente a la mesa de la cocina. El murmullo de la cafetera y el crujido de sus tostadas eran los únicos sonidos que acompañaban sus mañanas.
Después del desayuno, se dirigía al baño. Allí, frente al espejo, se aseaba con calma. El agua fría lo despertaba, y el reflejo en el cristal era su única compañía. Samuel tenía la costumbre de saludar con una leve inclinación de cabeza, como si reconociera en él a un viejo amigo. Era un gesto extraño, pero para él significaba algo: un recordatorio de que seguía existiendo, de que estaba presente en el mundo.
Sin embargo, lo que Samuel no percibía era que aquel reflejo comenzaba a cambiar. Al principio, apenas una ligera distorsión: un contorno menos definido, una sombra que parecía moverse con un retraso imperceptible. Día tras día, la figura del espejo se volvía más borrosa, como si estuviera perdiendo consistencia. Samuel, atrapado en la monotonía de su rutina, no se dio cuenta de que se desvanecía lentamente.
Una mañana, al entrar al baño, el espejo estaba vacío. Samuel se miró fijamente, esperando ver su rostro, pero lo único que encontró fue un cristal opaco, sin imagen alguna. No había reflejo. No había Samuel.
Los días siguientes fueron extraños. Los vecinos notaron su ausencia. El buzón de su casa comenzó a llenarse de cartas sin abrir, facturas acumuladas, notificaciones que nadie recogía. Su teléfono móvil vibraba sin descanso, con llamadas perdidas que se amontonaban en la pantalla. Amigos, familiares, compañeros de trabajo: todos intentaban localizarlo. Nadie obtenía respuesta.
La casa permanecía cerrada, las luces apagadas, el silencio absoluto. Era como si Samuel se hubiera evaporado, como si hubiera seguido el destino de su reflejo y se hubiera desvanecido en el tiempo.
Semanas después, la policía decidió intervenir. Forzaron la puerta y recorrieron cada rincón de la vivienda. La cocina estaba intacta, con platos limpios en el fregadero y la cafetera aún en su sitio. El dormitorio mostraba la cama perfectamente hecha, como si nadie hubiera dormido en ella. Todo estaba en orden, demasiado en orden.
El baño, sin embargo, les llamó la atención. El espejo parecía normal a primera vista, pero al acercarse notaron algo extraño: una ligera vibración en la superficie, como si el cristal respirara. Los agentes se miraron entre sí, incómodos. Uno de ellos, más curioso que los demás, tocó el espejo con la punta de los dedos. El frío del cristal le recorrió la piel, pero lo que más le inquietó fue la sensación de que algo, al otro lado, le devolvía el contacto.
Cuando estaban a punto de cerrar el caso por falta de pruebas, un sonido rompió el silencio. Una risa. No era una risa humana, al menos no del todo. Era un eco distorsionado, profundo, que parecía provenir del interior del espejo. Los agentes retrocedieron, helados. La risa se prolongó unos segundos, hasta que se apagó de golpe, dejando un vacío aún más aterrador.
Desde entonces, la casa de Samuel quedó abandonada. Nadie quiso volver a entrar. Los vecinos evitaban pasar por delante, y los pocos que se atrevían juraban haber visto sombras moverse tras las ventanas. Algunos aseguraban que, al mirar de reojo, el espejo del baño reflejaba figuras que no estaban allí.
La historia del espejo se convirtió en leyenda. Se decía que Samuel no había desaparecido, sino que había sido absorbido por su propio reflejo. Que el espejo no era un objeto común, sino una puerta hacia otro lugar, un espacio donde las imágenes vivían su propia existencia. Allí, Samuel estaba atrapado, condenado a vagar como un espectro sin cuerpo, mientras su risa resonaba en el mundo real como un recordatorio de su destino.
Con el tiempo, otros empezaron a experimentar fenómenos similares. Personas que se miraban en espejos y notaban que su reflejo tardaba demasiado en imitar sus movimientos. Rostros que se desdibujaban, ojos que parpadeaban con un ritmo distinto. Algunos decían que era el mismo espejo de Samuel, que había sido trasladado en secreto, vendido o robado. Otros creían que todos los espejos estaban conectados, que eran ventanas hacia un mismo lugar oscuro. Una especie de contagio espectral inexplicable.
La policía nunca resolvió el caso. En los archivos oficiales, Samuel figura como desaparecido sin rastro. Pero quienes conocieron la historia saben que no fue un simple misterio. Fue algo más profundo, algo que escapa a la lógica.
El espejo sigue ahí, esperando. Y cada vez que alguien se detiene demasiado tiempo frente a él, corre el riesgo de perderse en el infinito. Porque los espejos no solo muestran lo que somos: también guardan lo que podríamos ser, lo que tememos, lo que nos acecha desde el otro lado.
Samuel lo descubrió demasiado tarde. Y ahora, su risa siniestra es la advertencia que se escucha en la oscuridad, un eco que recuerda que no todos los reflejos son inocentes.

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