El ocaso de los árboles

El ocaso de los árboles.




Introducción:

Un saludo a la comunidad lectora del Scriptorium. 
Hoy, no seré yo quien os hable a través de los relatos. Hoy, tenemos una invitada. Una compañera escritora. Su nombre es Martina Tessie, nacida en Chile. Es una escritora emergente que escribe principalmente en prosa aunque con pequeños matices de verso.  
El principal género que va a abordar es el relato erótico.

Como lector de su trabajo he descubierto sus delicados y sensuales trazos que van tejiendo y componiendo las evocadoras imágenes en el lector de manera suave y sutil, siempre dejando a la imaginación tarea para completar, haciéndola partícipe del relato.
Martina ha llegado al Scriptorium para quedarse. Esta no va a ser su última colaboración. Pero de eso, hablaremos a su debido tiempo.
Ahora os dejo con la primera de ellas. Espero que os guste. 
Un cordial saludo.







-El ocaso de los árboles-

    El atardecer, cada movimiento de las hojas en giros suaves, en oscilaciones hasta caer despavoridas entre las rosas casi extintas del jardín, se apoderaban del otoño.

    Adriana apoyaba su mano en el paraguas, esperaba la lluvia, tal como esperaba la aparición de aquel enmascarado.

    Sentía la brisa correr, desordenar su pelo, resbalar entre su vestido azul, juguetear bajo él, rozar sus pechos hasta reposar en ellos, verlos sometidos al flujo de aire, dejando acariciar por completo su piel.

    Las nubes comenzaron a danzar en un vientre furioso, arremolinándose, hasta bañar el suelo, los árboles, las flores, las hojas y a Adriana.

    El agua brotaba sedienta del cielo y apagaba la piel de Adriana, se introducía como una serpiente, se arrastraba por el cuello, reptaba por los hombros, por el cabello hasta dejar su veneno clavado en las caderas.

    Escuchó la voz, aquella voz remecía su cuerpo húmedo, sus pupilas se abrían al paso de la sangre fresca. Aquel enmascarado, soltaba uno a uno los botones de sus botas, acariciando con las yemas, subía entre las medias hasta dejar el vestido en la cintura, rozaba el corsé, por debajo introducía las manos dejándola semidesnuda.

    El viento golpeaba sus cuerpos, el sol había huido de sus deseos y se ocultaba tras la luna lluviosa, tras el agua que ingresaba y salía de sus carnes. El enmascarado apretaba con las manos los muslos de Adriana hacia sí, hacia su sueño de propiedad.

    Sin abrir los ojos, Adriana se dejó empujar hasta un árbol, y fue ahí donde su miel se abría para ser bebida, para ser empapada y guardada en un refugio de dioses.

    La tomó por la cintura, dejando sus piernas apretadas en la espalda, rasgó las telas que cubrían su vientre, hasta que ya ningún obstáculo lo separaba del almíbar, rozó con la palma de su mano aquel triángulo prohibido, aquel precioso pecado femenino.

    La respiración de Adriana se hacía cada vez más áspera, con la rapidez de una felina a la caza de su presa.

    El enmascarado penetraba con su lengua los contornos de su cuerpo, con movimientos zigzagueantes en cada triángulo y círculo de geometría preciosa. Con el giro del oleaje de los mares, se traducía en éxtasis divino, en el navegar de un barco a la deriva.

    Posaba sus labios en la piel, en los labios, hasta llegar al cuello como una enredadera, se alejaba a los pechos y circundaba aquel vientre fogoso que se arqueaba, en las hojas del ocaso de los árboles, entre temblores, bajo la copa de vino que se agitaba y abría para ambos en un último resplandor de luna donde se diluían.

    El enmascarado podía beber de la boca de Adriana desde sus sueños. Su aroma estaba marcado de notas a manzana, llevaban semanas observándose desde los torreones, desde las calles, avenidas, callejuelas, acariciándose con las pupilas y el galopar de sus ensoñaciones nocturnas.

    Las piernas de Adriana succionaban el anochecer, dejaban la luz del día por aquella luz de los árboles nocturnos, que se apagaban con el último gemido de Adriana en los brazos del enmascarado y la tormenta.

Por Martina Tessie  



 



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