Newpolis

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    Una vez acabada la película, apareció el logotipo Délaco en la pantalla de holovisión suspendido en medio de la sala, como levitando, gracias a los cuatro emisores holográficos situados en las esquinas del salón. Las letras giraban cambiando de color y forma.

    Alice se incorporó del sofá al tiempo que encendía un cigarrillo de forma mecánica, casi al compás. Dio su primera bocanada, sin duda la mejor, saboreando aquel amargor que provoca ese extraño placer.

—Música —las letras se perdieron en el infinito y apareció un complejo listado de carpetas que ocupaban todo el espacio del salón de forma tridimensional—.
—Reduce la pantalla a 45 pulgadas —el caos de carpetas de la habitación se adaptó a ese tamaño—. 
—Clásica. Mozart. Réquiem. Modo de volumen, ambiental.

    Los primeros compases de la pieza seleccionada comenzaban a sonar justo cuando terminaba de cerrar la nevera. Cerveza y Mozart eran una combinación que solo ella hacía natural.

    Ajustó la temperatura de la terraza a veinticinco grados y salió a observar la ciudad. Una perfecta máquina con perfecto engranaje. El tráfico de los que vuelven de sus quehaceres deambulaba por cualquier altura que pudiera diseñar cualquier loco del tráfico, bien aéreo o bien terrestre.

    Las pequeñas aeronaves destellaban con multitud de colores chillones y parloteaban sonoros anuncios con las últimas novedades de LogicLab con una ronda de patrulla operativa las 24 horas al día, para colmo, por si era poca información, ayudaban a la misma tarea, amplificando aún más ese bombardeo comercial, las paredes y azoteas de los edificios. Sin ningún tipo de escrúpulos, los agentes comerciales de cada una de las empresas colocaban sus engendros publicitarios, a cada cual más increíble, vociferando a diestro y siniestro sus, a veces, innecesarios productos. En todo tipo de pantallas, bien holográficas, bien de plasma o bien del nuevo invento de Délaco, sin duda el más llamativo y el que atraía todas las miradas de los consumidores, con esos deslumbrantes monitores de anillos, potenciaban las cuñas publicitarias, o emitían noticias, o programas de difusión con una alta y marcada intención de consumismo psicótico.

    Demasiada tecnología para tan viejos edificios, era una pesadilla "retro-tecnológica". Pesadilla tecnológica de la que nos hacen participar sin querer.

    En eso le llevaban los pensamientos y el pedacito de tarde que Alice empleaba en su mirador especial. Observaba el óxido acumulado en las paredes que oscurecían por piezas las viviendas, miraba cómo las salidas de los conductos de ventilación ayudaban más a la tarea de "ensuciamiento" progresivo. Observaba la marea casi imperceptible de aire corrupto de los aerodeslizadores y, más abajo, el gran reguero de vida.

    Visto desde su terraza, se antojaba a la masa como insectos. Gente y droides, casi iguales en número, automóviles o llamados ahora deslizadores terrestres, luces y humo, caos y armonía. Alice no solo estimulaba su vista desde su terraza, sino también su oído. Escuchaba el atronador murmullo, ese bullicio que se desprendía del marco complejo que formaba su ciudad y se molestaba al comprobar cómo esa sinfonía artificial entorpecía de forma absurda con la pieza del gran Maestro de Salzburgo del siglo XVIII.

—Precioso caos —pronunció mientras exhalaba el humo de su cigarrillo, ya prácticamente terminado—. 

    Con una cabriola de su mano, dejó caer la colilla al enorme vacío, describiendo infinitos círculos en su descenso debido a la respetable altura que proporcionan los 48 pisos desde donde procedía.



    
    Entró y dejó su media cerveza sobre la mesa. Oprimió un botón cercano a la puerta de salida de la terraza y comenzó a cerrarse sobre ella una cúpula de un inmaculado y delgado cristal para acallar todos los estímulos de la calle. Se tumbó de nuevo sobre el sofá y ordenó subir el volumen de su equipo Délaco a niveles cercanos a los máximos. Las voces de los tenores retumbaron al compás del viento y la cuerda. Las paredes se estremecieron al clamor del momento álgido de la pieza. Los timbales iban al unísono con los latidos de su corazón, queriendo formar parte de aquello de alguna forma, parecían describir su estado de ánimo. Mientras, la luz se filtraba sin permiso en su casa para rozar su rostro con total descaro.

    La tarde languidecía dejando paso al crepúsculo. El azul del día fue consumiéndose a favor del naranja patentado de cada atardecer. El aparente orden natural no cesaba en su empeño cíclico, no así el bullir de la ciudad, con sus cánticos electrónicos formando coros de carne y metal.

    Incontables peregrinos vagaban por cielo y tierra en dirección a ninguna parte, esos los menos afortunados, o haciendo una pequeña reflexión quizás los más, aquellos que están sumidos en su rutina, en su vida, lo más seguro pensando lo mismo que ella, convirtiéndole inconscientemente en una usuaria más de la rutina, con la desfachatez de creer que es ella la única que lo percibe.

    Poco a poco el tono anaranjado todo lo contagia, su pupila apenas empieza a dilatarse al notar la tarde en un sencillo ejercicio de atención. Una sensación de desasosiego invade su cuerpo y la hace sentir bien. Se regocija pausadamente en esa calma y siente un ligero pinchazo en el estómago queriendo detener el tiempo en esa estampa.

    La ciudad se funde con el contexto natural, abriéndole los ojos a la belleza artificial que ha sido construida para ella.





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