El gran Calderón

El Gran Calderón




Nota del autor: Este relato forma parte de un ejercicio del taller de escritura impartido en una de las bibliotecas de Madrid que estoy realizando actualmente. El ejercicio consistía en confeccionar un relato usando el disparate, como hilo conductor, con una extensión máxima de 1200 palabras. Espero que os guste y me comentéis que os ha parecido. El taller consta de seis clases. En cada una de ellas se abordará un género distinto. Cada uno de los relatos correspondientes a cada clase, serán publicados aquí, en el Scriptorium.  

El Gran Calderón.
El cómico más serio del mundo.


Encendió la cámara frontal de su móvil y lo dejó encima de la mesa de su salón. Cuando consiguió mantenerlo en pie, comenzó a grabar: 

—Hola. Sí. Muchos me conocéis. Soy Alberto Calderón. El Gran Calderón. El cómico más grande que ha dado este país. Cómico. La vida, a veces, no está carente de ironía. ¿Saben? Creo que tengo que hacer un gran esfuerzo de memoria para recordar si alguna vez he reído. Puede que de niño, pero mi memoria no rescata ni una sola sonrisa. Está falta de carcajadas. Digamos que soy cómico por accidente. Nunca fue mi intención hacer reír a nadie.

Creo que mi carrera comenzó con aquel funcionario del paro. Cuando le contaba mis idas y venidas, mis desgracias y mis penas como trabajador sin suerte. A él le parecía todo muy gracioso, de hecho, llegó a enfadarme en algunos momentos con sus exageradas carcajadas. Hasta en una ocasión tuve que levantarme de la silla y darle unos golpecitos en la espalda. Se estaba ahogando de risa el muy desgraciado. Me facilitó un contacto suyo de la televisión. Dijo que tenía gracia natural. Innata. Yo accedí a coger su tarjeta y llamar. A fin de cuentas, necesitaba el trabajo.

El resto, ya lo conocéis. La aparición en ese conocidísimo programa de televisión, cuando solo había dos, me abrió las puertas de la gloria sin saber muy bien qué estaba pasando. ¿Qué es lo que les hacía tanta gracia? Algunos decían que mi semblante serio era el matiz, el detonante de todo. Jamás reí en ninguna de mis actuaciones ni, como dije, en vida. Vivía y actuaba de la forma más seria posible. Pero vosotros siempre reíais. Vuestras carcajadas se han convertido en el sonido que más odio. No paro de oírlo incluso fuera de las cámaras. Retumba en mi cabeza hasta dormido. El humor, para mí, ha sido una maldición desde el momento que trascendió también a mi vida cotidiana. Me ha amargado mi existencia. Cargo con el humor que ha calado cada rincón de mi experiencia vital—.

Se alejó un instante de la cámara para ir a otra estancia del apartamento. Regresó con una gran y recia cuerda de esparto. Mientras seguía hablando a cámara, en un extremo de la cuerda comenzó a confeccionar un nudo de ahorcado.

—Con mis amigos, era el bufón oficial sin quererlo. Ir de cena, cine, teatro, viajes… Se convertía todo en una improvisada actuación empapada en coros de risa y humor que sonaban a mofa. Nunca pude declararle mi amor a nadie. Se lo tomaban como si estuviera de cachondeo. Es increíble. Estoy triste y cansado. Soy el bufón oficial de todo el puñetero mundo. No puedo más.

Cuando conseguí algo más de calma proporcionada por una pequeña parcela de anonimato, al pasar el tiempo, llegó este invento del demonio. El teléfono y su red de redes. Mis actuaciones volvieron a estar en primera plana. "Una nueva juventud", como decía algún imbécil de esos youtubers. Malditos trastos. Si hasta en uno de los días más difíciles de mi vida me la tuvo que jugar.

Estaba en la sala de espera del hospital esperando ser atendido, para ver si el resultado de mi biopsia de ese bulto en el testículo, era maligno o benigno. Sentía cómo todos me observaban, de seguro me reconocían y cuchicheaban unos con otros por ver si confirmaba. Yo permanecía viendo mis cosas en el móvil, ignorándolos a todos. De pronto y a traición, no sé qué diantres pasó que se bloqueó la pantalla sin que pudiera hacer nada con la imagen de los videos ni con el volumen de los mismos que había subido a máximos históricos. No entendía, no podía hacer callar al maldito trasto. La enfermera asomó su hocico a la sala de espera y pronunció mi nombre. Era mi turno y estaba nervioso, a fin de cuentas, no sabía cuántos días o meses me iban a quedar de vida. O no. Y aquella cosa no se callaba—.

Se subió a la silla y tiró la cuerda hacia una antigua viga de madera vista que cruzaba todo el salón, de tal modo que, al pasar por el arco que dejaba entre el techo, quedara el nudo para el cuello a la altura correcta. El otro extremo lo ató firmemente a los barrotes de la ventana del salón que daba al patio interior del edificio. Cuando terminó de colocar y comprobar la cuerda, volvió a relatar a la cámara.

—"Alberto Calderón", insistía la enfermera. Seguía sin poder hacerlo callar, me levanté para dirigirme a la consulta en el momento en que a mi móvil le dio por vociferar un anuncio de blanqueamiento anal. La sala terminó de confirmar sus cuchicheantes sospechas acerca de mi identidad y estalló en unísona carcajada. Escuchaba sus risas incluso desde el interior de la consulta. Mi móvil no paraba de precisar lo blancos y lustrosos que quedaban los ojetes con su tratamiento innovador. La oncóloga, muy seria, me ordenaba, más que sugería, que apagará el maldito trasto. Supongo que también me había reconocido como cómico y creía la situación, uno más de mis sketches. ¡Qué vergüenza pasé! Mierda.
Ya no puedo más. A ver si con esto, por fin, cuando la policía me encuentre muerto y vea este video, esta despedida, no os reís tanto. Hasta nunca, hijos de puta—.

Alberto se subió a la silla y rodeó su cuello con la cuerda que había colgado en la viga de madera. Se santiguó y, con un movimiento de sus pies, tumbó la silla que lo sujetaba, quedando pendiente del lazo que ya lo ahogaba. La vieja viga de madera, que sujetaba todo el peso del cuerpo y la escena, no pudo resistir. Se partió como si fuera un hilo de cristal dando al traste con los planes de suicidio del gran Calderón. La caída fue muy aparatosa, llevándose consigo, en el viaje de trayecto hacia el suelo, el móvil que reposaba encima de la mesa de tal modo que quedó junto a él, en el suelo, enfocando su cara en primerísimo plano. El golpe proporcionado por la caída, unido a esos instantes de ahogamiento de la cuerda, hicieron perder su conciencia frente a la cámara con una mueca cómica. Ojos bizqueantes, lengua fuera y babas cayendo a la madera del suelo. Inconsciente, pero no muerto.

Lo que no sabía el gran Alberto, es que, en su torpeza con la tecnología, con ese invento del demonio al que llamábamos móvil, a la hora de iniciar el video de su despedida, también lo hizo en directo desde su cuenta de YouTube. Sin darse cuenta. En el momento en el que su cuerpo se precipitaba hacia el inconsciente, el chat se llenaba de emoticonos de aplausos, comentarios jocosos y caritas sonrientes explotando en sordas carcajadas.

El Gran Calderón, lo había vuelto a hacer. Era, sin querer, el cómico más grande de todos los tiempos.

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