La Isla de los Monos

 "En lo más profundo del Caribe..."

"La isla de los monos"


Introducción

Bienvenidos a una nueva aventura, una nueva historia en forma de relato corto. 

Os traigo un nuevo relato basado en un videojuego. Los que ya me van conociendo saben que son un pilar fundamental en mi trabajo para ambientar e inspirar mis textos e historias. Adaptar videojuegos a relatos literarios. Es una de las cosas que más disfruto escribir. Dando mi versión particular y original, como tantas veces he señalado y explicado, pero que no está demás volverlo a señalar. 

The Secret of Monkey Island es posiblemente uno de mis videojuegos esenciales en mi vida. 

Un videojuego muy especial para mi. Por tanto voy a tener un trato algo espacial a la hora de adaptarlo a relato. Para empezar Va a ser un formato de relato corto. No voy a desarrollar una historia por capítulos como en anteriores adaptaciones de videojuegos que ya estoy publicando como: FlashbackDark Seed o Alone in the dark, todos disponibles en este mismo blog y por tiempo indefinido. 

También pretendo hacer, para esta ocasión, algo totalmente alejado del propio juego. Quiero decir que todo se desarrolla antes incluso que el propio juego. 

Es un inicio. Una precuela a todo lo acontecido. Un comienzo. Un origen para dar contexto a la locura de argumento que supone el videojuego. Respetando su esencia y el sentido del humor que tanto caracteriza la obra original. Un relato que puedes disfrutarlo si no conoces el juego, pero que sin duda si lo habéis jugado, llegará a otras capas de complicidad. Jugadlo si tenéis oportunidad, pues es una obra maestra del arte de los videojuegos. 
Espero que lo disfruten.
Gracias siempre por leer.

***

WonderLand, el parque de atracciones de tus sueños.

Apenas había dormido aquella noche. Llevaba toda la semana pensando en aquel sábado, aquel día señalado a fuego en el calendario, aquel día en el que mis padres habían decidido llevar a mi hermano y a mí, al más grande y mayor parque de los sueños, al paraíso de la infancia, a WonderLand.

Esa mañana, la cocina se convirtió en el preámbulo de lo que estaba por venir. Conversaciones entre leche y cereales. ¿A qué atracciones íbamos a montar, qué desfile íbamos a visitar, dónde íbamos a comer, qué lugar elegiríamos para descansar? Ahora no recuerdo si en la conversación ganó la zona espacial, la zona del oeste americano o el inmenso barco pirata.

Los murmullos tímidos del comienzo de la mañana fueron dejando paso al vocerío de nuestras discusiones. Mi hermano mayor siempre estaba dispuesto a contrariarme sobre cualquier cosa y eso hacía que las conversaciones se salpicaran con algún que otro objeto volador no identificado por la cocina. Supongo que le hacía gracia eso de hacerme rabiar, deporte nacional en mi familia, por ser yo el pequeño de la casa. Por aquel entonces yo tenía ocho años y mi hermano me sacaba cuatro años más de experiencia en la vida.

Menos mal que siempre estaban papa y mama para calmar un poco nuestros acalorados debates y, para esta ocasión, juiciosamente relataban con tono pausado la "ruta de viaje" que íbamos a desarrollar en WonderLand, la tierra de los sueños.

Hora de salir. Como buenos hermanos que se precien, cualquier acción requería de competición constante. Ahora tocaba ver quién llegaba antes al coche. Si en el desayuno “Chucky”, que así apodaba a mi hermano por la película del muñeco diabólico, me había ganado por escasas dos cucharadas de cereales, esta vez sería yo el primero que llegaría al coche y me anclaría el cinturón de seguridad como era debido.

--Bien hecho, Brushi. -- Así me apodaba mi hermano, aún no sé qué referencia usó para llegar a ese alias. --Esta vez me has ganado, pero el día es muy largo. Prepárate mocoso--. Las típicas y constantes amenazas del bueno de mi hermano que no llevaban nunca a ningún lado. En fin, así era Chucky.
Después de unos cuantos kilómetros de viaje, perdiéndome en mis pensamientos, observando el paisaje que pasaba como un río continuo por la ventana de mí asiento, llegamos a WonderLand.

Unos cuantos minutos perdidos hasta encontrar el aparcamiento que resultara óptimo a mi padre. –No, aquí no, que es un paso. No, aquí no, que estamos muy lejos, no aquí no, que si no viene alguien y nos cierra la salida. -- Unas cuantas escusas más parecidas a estas, hasta que, por fin, logramos aparcar.

Otros cuantos minutos perdidos hasta llegar a la taquilla. Por delante quedaba una cantidad ingente de personas tan ilusionadas e impacientes como nosotros. Una lenta pero continua procesión hasta llegar a pie de taquilla. Una de las mascotas del parque, en su forma de cartón, señalaba con la mano la altura que necesitabas para pasar gratis al parque. La mano de cartón del conejo apenas rozaba mi flequillo, por lo que mi pase, era de invitado. No corrió la misma suerte mi hermano, que tuvo que pagar su entrada, bueno, mis padres. Otra competición ganada por mí, ya le sacaba dos victorias esa mañana.

Ya teníamos todo lo que la taquillera necesitaba. Ahora solo faltaba que mi padre aflojara el dinero. A juzgar por su ceño fruncido y murmullos malhumorados mientras nos colocaban la pulsera, la cifra tuvo que ser importante.

Ya estábamos dentro del parque. Teníamos a disposición toda una fábrica de sueños y diversión. La locura nos embriagaba. El entusiasmo cegaba nuestra atención. Durante la primera jornada de mañana, probamos todo lo que dieron de sí esas primeras horas: Los rápidos, La montaña de la muerte, El pasaje del infierno, Alarma alíen, El carrusel, Las naves, Los coches de choque, Las barcas... En fin, para dar y tomar. Se nos dio realmente bien hasta que llegó la hora de comer.

La hora de comer cuando eres niño y estás en un sitio así, suele ser insufrible. Tanto mi hermano como yo, acabamos con nuestros bocadillos en un suspiro y con merecido empate en la competición por ver quién terminaba primero. Lo bueno de tener un hermano mayor, es que es el embajador de tus peticiones. --¿Por qué no les dices a papá y a mamá que nos dejen ir a las atracciones mientras ellos terminan de comer? -- Dije. Dicho y hecho. --¡Pero no os alejéis mucho! Y Chucky, ¡cuida de tu hermano! -- Dijo mama.

“¿Cuida de tu hermano?” De vuelta a las competiciones. Lo primero que hizo Chucky fue retarme para ver quién de los dos llegaba antes a "La aventura espacial". Salió como un rayo, como si estuviera entrenando para los cien metros lisos de las próximas olimpiadas. Yo traté de seguirlo y durante un momento le seguía el rastro, pero la gente me entorpecía, me hacía desviarme de mi ruta, empecé a esquivar y a esquivar mientras veía que mi hermano cada vez se hacía más y más pequeño. La gente empezó a rodearme por todos lados, perdí completamente la pista de Chucky... Hasta que me encontré completamente solo en ese inmenso océano de gente.

Me detuve. Me quedé congelado. La gente se acumulaba cada vez más, haciendo que mi desesperación creciera. Cuando el miedo estaba a punto de conquistarme, miré al frente, por un pequeño hueco que aún dejaba la gran masa de gente para que yo pudiera ver desde aquella altura y entonces lo descubrí, como un tesoro.

"La isla de los monos" rezaba aquella inmensa atracción. El miedo dejó paso a la curiosidad. Me acerqué a aquella colosal construcción precedida por un gigantesco barco pirata. No podía dar crédito. ¡Habían recreado en cartón piedra, madera y metal casi todo el Caribe! Al menos eso me pareció como impresión inicial por mi tamaño y escala de referencia, un crío de ocho años. ¡¡Pero qué era aquella maravilla!!

Me olvidé por completo de padres, madres y hermanos. Acerqué mi pulsera y entré. Con aquel poder de la imaginación que otorga la infancia, no tuve reparo o problema alguno en meterme de lleno en mi papel para disfrutar plenamente de todo aquello. Era algo nunca visto. Distinto a todo lo demás del parque. Había escenarios y actores para ambientar, aún más si cabe, aquella maravillosa atracción.

Me acerqué al primer actor que daba pie a comenzar la aventura. Un señor mayor con grandes gafas gordas, de esas que llamamos de "culo de vaso". Observaba el puerto desde lo alto del faro. ¡Qué maravillosa locura! Un señor con evidentes problemas visuales encargado de vigilar el puerto y el faro. Aquello empezaba rematadamente bien.

Me coloqué a su espalda y, había que inventarse un nombre, de modo que improvisé con la ayuda del apodo que mi hermano me había puesto, otra victoria que me apuntaba, sin duda, me acerqué y le dije: "Me llamo Guybrush Threepwood , ¡y quiero ser un pirata!"



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