En la oscuridad
Capítulo 1 "La mansión Fidelio"
Apenas se podían distinguir los destellos de luz de las farolas de gas, en su intento por iluminar la calle, debido a la inmensa cantidad de agua que golpeaba la ciudad en forma de exagerada tormenta. Edward corría por los desgastados adoquines de la desgastada calle arrimándose, como podía, a las cornisas en un torpe intento por esquivar las gotas que ya calaban por completo su indumentaria. Los caballos tirando de sus carros pasaban por los centenares charcos que se habían producido en la calzada, ayudando aún más, a la tarea de empaparlo por completo.
Sin sacar las manos de los bolsillos, empujó con su cadera la pequeña verja que daba al pequeño jardín de la casa de huéspedes donde se alojaba. Ya en frente de la puerta principal, se sacudía mangas y perneras en un torpe intento de calmar las aguas que corrían de arriba abajo por su cuerpo con total impunidad.
Un par de intentos de zancadas en el felpudo y acto seguido, hizo sonar la campanilla de la puerta principal, para avisar a Doña Mercedes, casera de aquel antiguo pero bien conservado edificio y que, a juzgar por los años que llevaba viviendo y trabajando consideraba ya su hogar, que había llegado un huésped y que deseaba entrar.
—Buenas tardes Doña Mercedes.
—Buenas tardes, por decir algo, menuda tormenta le ha caído encima señor Edward, mira que se lo avisé esta mañana temprano, que se llevara usted el paraguas. ¿Cuántos años lleva usted viviendo en Londres? Dos, si la memoria no me falla. ¿Aún no se ha dado cuenta que el paraguas es un instrumento indispensable en esta ciudad?
—¡Lleva usted toda la razón Doña Mercedes, pero cuando trabajo, necesito tener desocupadas mis manos! Me resulta más molesto cargar todo el día con el paraguas que secar mis ropas al cálido fuego que prepara. Por cierto, ¿estará listo en mi habitación, supongo?
—Por supuesto. Listo y apunto señor Edward
—¡Puntualidad Británica!
Exclamó con orgullo Edward. En efecto, la casera y administradora de la finca estaba en lo cierto. Dos años habían pasado desde la primera vez que Edward llamó a la campana de la puerta con sus desgastadas ropas, su expresión asustadiza y su minúscula maleta solicitando hospedaje. Por su aspecto se le notaba a la legua que provenía de algún pueblo lejano de Londres. En eso, también estaba en lo cierto Doña Mercedes. Edward llegó a Londres desde la lejana comarca de Longworth, un remoto pueblecito con apenas unas casas mal dispuestas y un puñado de habitantes que en su mayoría se dedicaban a la ganadería, por no decir en su totalidad, ya que alguien tenía que llevar la taberna y la pequeña casa de abastos.
Era una villa tranquila y de vida sencilla. Edward hacía dos años que se había trasladado a la gran ciudad. Los muy poco habituales casos por robo de ganado u otros menesteres, se le habían quedado pequeños respecto a sus innatas capacidades deductivas. Necesitaba nuevos retos para su intelecto, para eso, nada como la ciudad de Londres para ver cumplido su sueño de convertirse en un prestigioso detective.
Edward subió por las escaleras hasta el segundo piso y se encaminó hacia la puerta con el número seis en su marco. Si se mantenía puntual a la hora de los pagos mensuales con la casera, podía considerar aquella pequeña, pero acogedora habitación que hacía las veces de casa completa, incluido el despacho de trabajo, su hogar.
No necesitaba cerrar con llave. Las buenas formas, costumbres y educación de Doña Mercedes, junto con los demás huéspedes de la casa, perfectamente seleccionados antes de entrar a formar parte de esta pequeña comunidad con olor a familia, estaban a prueba de toda duda. Nadie irrumpiría, en su particular apartamento, sin el previo toque de nudillos y un cordial: ¿Permite entrar Sr. Edward?
Se despojó de sus empapadas ropas. Las depositó en una silla y ésta la arrimó al fuego para eliminar todo rastro de humedad. Se colocó su “uniforme de casa”, como llamaba a su ajado pijama. Se sirvió una taza de té, con un chorrito de whisky escocés y se sentó en su sofá de “pensar” como también lo llamaba, no muy lejos del cálido y reconfortante fuego de la generosa chimenea.
Solo tenía que estirar el brazo para dejar descansar la taza del té “especial” que se había preparado al tiempo que cogía el periódico de la edición de tarde, que aguardaba impaciente encima de la mesita junto al sofá de pensar.
Ojeó por encima las noticias referentes a la política o economía de su país. No le interesaban demasiado, salvo la suya propia. Un vistazo a la crónica aristocrática siempre merecían un poco más de atención, pero la razón por la cual encargaba a su casera la recogida al punto, sin falta y a diario del periódico, era la sección de crónica social. Era ahí donde más fácilmente podía predecir sus futuros clientes, sus futuros casos, sus futuros y generosos ingresos. Generosos, al menos comparados con lo que podía sacar limpio en Longworth.
Edward continuaba su lectura, sorbía despacio su té, y su rostro empezaba a enrojecer por la parte de las mejillas, gracias al fuego de su habitación. Era el momento preferido de sus tardes, y el momento perfecto para prepararse una pipa.
Mientras cargaba la cazoleta de picadura de tabaco, una breve noticia llamó su atención.
—Toda una declaración de intenciones, sea lo que sea.-- exclamó Edward. --La mansión Fidelio… —Se quedó pensativo. Sus recuerdos se entremezclaban con el humo exhalado de su pipa. --Me quiere sonar ese nombre-- dijo entre dientes. Sin dejar de fumar, fijó su mirada en su estantería, en esa donde guardaba en forma de álbumes que hacían las veces de archivo personal, los recortes de periódicos que de alguna forma habían formado parte de sus casos o que hubieran podido ser, si la rueda del tiempo no obrara de forma tan violenta.
Dejó su pipa en la mesita del sofá y se acercó a la estantería. Tomó un álbum que en su lomo rezaba M-P. Antes de despertar al archivo de su sueño, se dijo: --Mansión Fidelio. ¿Quizás lo guardé en la F?-- Dejó el tomo que se acostaba en sus manos, lo empujó al fondo y sin dudar se dirigió de nuevo al sofá con el archivo anotado con F-J.
—Quien guarda, halla-- se dijo. --Y quien ordena, no desespera. Aquí está.-- Encontró tres o cuatro recortes del London Today, con fechas dispares pero con algo en común. La mansión había sido adquirida con anterioridad por diferentes propietarios, todos de pertenencia a familias ilustres o aristocráticas de buena cuna, pero esas noticias no fueron las causantes, ni el fuego tampoco, de que su frente empezara a brotar sudor. Al lado de cada una de las noticias de la adquisición de la Mansión Fidelio, rezaban otras parejas, a cada compra de propietario: la desaparición o incluso muerte en extrañas circunstancias de sus compradores. Un total de dos muertes y una desaparición de la que, a día de hoy, no se tenía respuesta.
Las muertes, supuestamente y siempre bajo el informe policial, habían sido por suicidio. Dos muertes. Eso sin contar las que posiblemente hubieran ocurrido y que Edward no hubiera registrado en su archivo. --¿Suicidio? Demasiada casualidad.-- Eso debió pensar cuando recortó esas noticias y las guardó en su archivo, quizás para una posible y futura investigación y el tiempo y otros casos hicieron su trabajo de dejar en el letargo los acontecimientos de Fidelio.
Edward dio un pequeño respingo en su cómodo asiento. El sonido de los nudillos tocando en la puerta lo habían asustado y sacado de sus razonamientos.
—¿Se puede, señor Edward?-- dijo la señora Mercedes. --Un caballero ha traído un mensaje para usted--
—Sí, por supuesto. Un momento, que me acerco para atenderla.-- Contestó Edward, aún excitado por las viejas noticias halladas.
—Siento interrumpirlo, señor Edward, pero un caballero ha dejado esto para usted. Fue muy parco en palabras, ni siquiera ha tenido la decencia o delicadeza de presentarse. Simplemente, me dio este papel y me dijo que era muy urgente que se lo entregara.
Sin decir una sola palabra, Edward tomó la nota doblada y medio mojada que le ofrecía su casera. Justo antes de cerrar del todo la puerta, asintió con la cabeza y dio las gracias de forma cordial. Al pie de la chimenea, desdobló la misteriosa nota del misterioso y desconocido emisario. En ella se leía:
“La amenaza está
cerca. Todos corremos peligro” firmado HL
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