¿Dónde van los magos cuando mueren?







-¿Dónde van los magos cuando mueren?-
Microrrelatos Volumen II



—Entonces, el joven príncipe empuñó las armas que brotaron de la tierra, gracias al conjuro que encontró en el gran libro material que le proporcionó su mentora, la gran Eldnar. Una espada mágica, un escudo encantado y un yelmo poderoso, con ellos, por fin, podría derrotar a su malvada madrastra hechicera —hizo una pausa sostenida, como pensando o intentando recordar lo que seguía a continuación—.
—¿Qué más, papá? —preguntó el pequeño Mario.
—Pues me temo, hijo, que eso lo tendremos que dejar para mañana. Es un poco tarde ya, cierto que mañana es sábado y no tienes cole, pero aún eres pequeño y tienes que descansar. ¿Te parece? Mañana continuaremos el cuento donde lo dejamos. Así me das tiempo a recordar cómo seguía —sonreía tímidamente el papa, un tanto avergonzado por no recordar en ese momento la continuidad del cuento—.
—Es un cuento muy chulo, papá. Me está gustando mucho. ¿Dónde lo aprendiste?
—Me lo contaba mi padre. Tu abuelo. Cuando tenía tu edad.
—¿Qué era el abuelo papá? ¿Era médico como tú?
—No. Mejor. Mucho mejor —lo dijo con esa mirada perdida que da el recordar con nostalgia, esa en la que no ves lo que perciben tus ojos, sino las imágenes que proyecta tu recuerdo, alzaba su vista al horizonte a través de la ventana del dormitorio, como si en algún lugar estuvieran esos recuerdos esperando ser encontrados—.
—¿Papá? ¿Estás ahí? —Con su pequeña mano movió el brazo de su padre por ver si regresaba del viaje improvisado por sus pensamientos.
—Sí, perdona, hijo. Estaba recordando. Solo eso, recordaba. De pronto me he ido muy lejos, pequeño. A otros tiempos donde la felicidad tenía otros colores. Al menos, así los recuerdo, imágenes pardas de color cansado. Tardes de juegos, de paseos, de estudios, conversaciones, lecturas... ¿Cuán rápido pueden pasar por nuestra memoria tantos años de vida? ¿Dónde estábamos, hijo? ¡Ah, sí! Me preguntabas a qué se dedicaba el abuelo. Si era médico como yo. No, era mejor. Era un mago.
—¿Mago? —Los ojos del crío se abrieron como dos lunas llenas ante la fascinación de la profesión de su abuelo. Lo imaginaba como los grandes magos de otros cuentos, esos que hacían grandes hechizos y sortilegios—.
El padre, al ver la cara de asombro de su hijo, le provocó una dulce sonrisa. Acarició su frente mientras le decía:
—Pero no como estás imaginando. No era como, que sé yo, qué decirte, como Gandalf. ¿Conoces a Gandalf?
—Claro, papá, hace poco hemos visto las películas. Es el mago de El señor de los Anillos.
—Muy bien, Mario. Eso es. Bueno, pues el abuelo, si bien en sus últimos años, se parecía a Gandalf con esa gran barba que tenía cuando tú naciste, lo cierto es que no era un mago como él. Era... ¿Cómo te diría? Se dedicaba al espectáculo. Era un mago, un ilusionista. Hacía trucos con cartas. El mejor prestidigitador de cartas que ha habido nunca.
—¿Presti... Prestifisicador, papá? ¿Qué es eso? —Su padre soltó una carcajada al ver cómo intentaba pronunciar, sin éxito, la complicada, para su edad, palabra—.
—Prestidigitador. Es una persona que hace juegos de manos y otros trucos. El abuelo era el mejor. Se hacía llamar "El Gran Santini".
—¿Y salía en la televisión, papá?
—No, hijo. En aquella época, no había televisión. Formaba parte de una compañía de teatro ambulante, después de la guerra civil. Iban de pueblo en pueblo dando su función. Tenían una ruta marcada por los pueblos de Castilla. Un calendario festivo. Se presentaban y, con suerte, el ayuntamiento contrataba sus servicios para amenizar las fiestas patronales. A veces, ni eso. Llegaban y aceptaban actuar a cambio de pasar la gorra al terminar el espectáculo.
—¿Pasar la gorra?
—Solicitar algo de limosna por el trabajo hecho, hijo. La compañía terminaba su función y el director agarraba su sombrero y se pasaba por la gente que había ido a verlos en la plaza o en algún establecimiento si el tiempo no acompañaba. Años muy duros, Mario. De miseria, pobreza y hambre.
—¿Pero papá, el abuelo, tenía casa y tele y video y coche? No era pobre, papá.
—Tampoco rico. Al menos, no lo que todo el mundo entiende por riqueza. Aunque, de la riqueza de verdad, sí que era rico. Le quería mucha gente. Amigos, conocidos, compañeros, familia. Su hijo... —hizo una pausa melancólica—. Pero no siempre fue así. Afortunadamente, los tiempos iban cambiando y la cosa fue mejor. Sobre todo, a partir de finales de los años setenta. El abuelo decidió abandonar la compañía y establecerse en Madrid con la abuela, mi hermana y yo. Decía que éramos muy pequeños para andar todo el día con los cacharros, deambulando de un lado para otro. Su vida era la magia, pero si tenía que trabajar en alguna tienda o bar, oficina o limpiando escaleras en una portería, lo haría.
—¿Entonces dejó de ser mago, papá?
—Nunca. Siguió probando suerte. Haciendo pruebas en teatros y ferias de Madrid. ¿Y sabes qué?
—¿Qué, papá?
—Que lo consiguió. Con los años, llegó el triunfo en los teatros de Madrid con su propia compañía. No es que fuera un éxito tan grande como los grandes de América, pero suficiente para él. Tenía más que de sobra para mantener a su familia, vivir dignamente y concederse algún capricho y vacaciones.
Pero, ¿sabes cuál fue el mejor truco de magia que hizo el abuelo?
—No. ¿Cuál fue?
—Sacarnos adelante. Nunca nos faltó un plato caliente en la mesa. Ni una cama blanda y mullida. Ni un abrazo cuando lo necesitaba, ni tampoco un consejo cuando se lo pedía. Le debo todo a tus abuelos. La persona que soy hoy, ha sido gracias a ellos. Cuando las cosas fueron bien, tanto tu abuelo como tu abuela, sacrificaron parte de su bien estar por pagarles la carrera a sus hijos. A mí y a tu tía. ¿Qué te parece?
—Bien, papá.
—¿Te acuerdas de él? Eras muy pequeño cuando se lo llevó el cáncer.
—Sí, papá. Mucho.
—Apenas tenías tres años. Os queríais mucho.
—Me acuerdo de pintar con él y me sacaba a pasear. También veíamos muchas películas juntos y me hacía juegos de magia con cartas.
El padre lo miraba con ternura.
—En fin. Se nos ha hecho muy tarde. Es hora de dormir recordando a los seres queridos. Esta noche, intentaremos soñar con El Gran Santini —se levantó de la cama e hizo un saludo inclinándose al público, tal como lo hacía su padre en los teatros para despedir la función.
—¿Papá?
—Venga, cariño, es tarde. No más preguntas. Guarda alguna para mañana.
—La ulti.
—Venga, va.
—Papá. ¿Dónde van los magos cuando mueren?
—Pues no sé. Supongo que al cielo de los magos. Venga, y ahora sí, a dormir, corazón.
Arropó al niño y le dio un cálido y cariñoso beso en la frente. Una suave brisa terminó de abrir la entreabierta ventana. Las cortinas se movieron como si algo material las hubiera animado. Una luz brillante apareció en medio de la habitación. Padre e hijo no daban crédito a lo que observaban, pero lo hacían con expectación, duda, emoción y asombro. La habitación se llenó con un aire que contagiaba con una sensación de calma y paz. Una voz susurrante, familiar y tranquilizadora se escuchó, como si proviniera de algún lugar lejano, pero cercano al mismo tiempo, por lo claro que se escuchaba.

El ser de luz habló.

—No temáis por mi presencia. Era verdad. Siempre ha sido verdad. No una ilusión. El tiempo infinito de la muerte me ha permitido perfeccionar la magia y volver con vosotros —la luz brillante poco a poco se fue materializando en la figura de un hombre. Un hombre anciano de largos cabellos blancos, como blanca, era su larga barba. Sus ropajes, parecidos a las túnicas de los grandes magos. La luz seguía resplandeciente, formando cada vez más claros sus rasgos y contornos—. Estuve en el olimpo de la magia. He aprendido los grandes secretos de los grandes maestros. No os asustéis de mi presencia, pues he trascendido de la muerte. Voy a materializar vuestros recuerdos en un cuerpo celeste. Pronto, estaré con vosotros. Os quiere siempre. El Gran Santini.



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¡GRACIAS!


Comentarios

  1. Compañero,

    Este cuento tiene el don de lo duradero. No por su extensión, sino por lo que deja flotando después. Empieza como una charla tierna entre padre e hijo y termina siendo una carta de amor a los que ya no están... pero nunca se fueron.

    Me ha encantado cómo construyes al abuelo a través de la memoria: lo vemos en cada gesto, en cada respuesta, en cada palabra del padre. Y ese cierre... ese cierre no es un giro cualquiera. Es un acto de fe en lo que el amor hace con los recuerdos: los convierte en luz, en presencia, en magia que no se va nunca.

    El relato equilibra muy bien el tono realista con ese punto de fantasía emocional que no rompe nada, sino que lo potencia. El Gran Santini no es solo un personaje: es símbolo de todo lo que un padre (y un abuelo) puede dejar en este mundo sin necesidad de escenarios, focos o aplausos. Solo con su ejemplo, su cariño y su lucha diaria.

    Gracias por compartir esta historia. Fue un magnífico aporta a la revista de la compañera Merche.

    Un abrazo fuerte,

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    Respuestas
    1. Buenas Tarkion. Gracias por tus sentidas palabras, he de decirte que me ha emocionado leerte, ya que como bien dices, evocan a padres y abuelos. Figuras muy importantes que cuando se van, se siente mucho su ausencia.
      Gracias por tu imagen que me ha inspirado y gracias una vez más a Merche por la oportunidad.
      Un saludo, compañero.

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