En la oscuridad
Capítulo IV. El lugar de la nada.
Dio un largo sorbo de cerveza. Abrió su libreta y anotó un
resumen de su visita al hospital. Lo que escuchó después de su entrevista no lo
anotó, lo dibujó. Un pequeño bosquejo del rostro de la muchacha. Pura
imaginación e improvisación, ya que solo pudo oír e imaginar lo ocurrido en
aquella habitación. Aquel rostro de ojos oscuros y mandíbula desencajada que acababa
de dibujar le parecía una estampa de horror y miedo. Al pie del macabro retrato
de la imagen escribió: “No deja de mirar”
y transcribió también la nota del misterioso viejo a continuación “El mal duerme en Fidelio… No permitas que
despierte”
Anotaba en su libreta lo que podía considerarse los
titulares de sus pensamientos. Frases sueltas que tomaban sentido en sus razonamientos. En ellos había un debate sobre el siguiente paso a dar. Tenía dos
opciones. Visitar la casa de los Windmark para ahondar aún más en los sucesos
de la pobre muchacha, o aventurarse e ir de una maldita vez a la mansión
Fidelio. La deducción era evidente. En Fidelio podía matar dos pájaros de un
tiro. Pero era algo con lo que luchaba internamente. En su subconsciente postergaba
todo lo posible la visita a la mansión por una extraña fuerza de rechazo,
alimentada siempre por excusas inválidas.
Una visita ahora a la casa de la familia de la fallecida
resultaría del todo infructuoso. ¿Quizás acercarse al funeral para indagar o
investigar? Tampoco lo convencía. Estos pasos solo retrasarían su progreso y
este apuntaba inevitablemente hacia Fidelio como siguiente punto en la ruta del
caso. Apuntó con mayúsculas en su libreta el nombre: -“FIDELIO!!!”- Con tres grandes signos de admiración al final. Soltó
su pluma y cogió el asa de su jarra para darle otro gran y tranquilo trago de
fresca cerveza.
- “Luego quiero tu
opinión sincera”- dijo el dueño de la taberna al dejar sobre la mesa un
plato con un generoso trozo de pastel de zanahoria. Edward retiró la espuma de
su bigote con la manga de su camisa y se dispuso a dar cumplida orden a la sugerencia del tabernero. –“Delicioso, como siempre John”- Exclamo
con la boca llena e intentando una mueca de sonrisa sin que el pastel
abandonara ni una sola de sus migas.
Apuró lo que le quedaba de la jarra con una última
acometida. Recogió sus notas y pluma para dirigirse a pie de barra donde pagar
lo consumido. Un intercambio de palabras con su amigo el tabernero antes de
salir de la taberna para acto seguido poner sus pies en dirección a la parada
de carros más próxima. Estaba decidido. Sabía que sus notas y una buena cerveza
acompañada con aquel delicioso pastel ayudarían a tomar una decisión en firme.
-A la mansión Fidelio- comentó en
tono firme al cochero al tiempo que subía y cerraba la puerta del coche.
Escuchó las riendas golpear a los caballos. El trayecto no
iba a ser extremadamente corto ni largo. Lo suficiente para pensar y trazar el
curso de la conversación en su visita a la mansión. No sabía que se iba a encontrar,
era fácil deducir que no iba a ser sencillo entrar, no iba a ser sencillo que
atendieran a sus peticiones, a fin de cuentas, era un completo desconocido
invadiendo territorios e intimidades ajenas, pero todo el terreno que pudiera
adelantar lo consideraría un avance.
Como el jugador de ajedrez, pensaba en sus preguntas y en
las variables de las respuestas que pudieran contestarle, de esta forma se
adelantaba antes siquiera que su interlocutor las
pensara. Cuando llegara la hora de enfrentarse a la verdadera
conversación, la rapidez de reacción fuera ventajosa para él. Claro que
siempre había cabida para sorpresas en forma de respuestas improvisadas,
siempre había hueco para la habilidad y creatividad del otro que en ocasiones
le pillaba por sorpresa. Era parte del juego. Una conversación podía asemejarse
a un duelo o una partida de Ajedrez, al menos así lo creía Edward. De modo que
cuantos más movimientos pensara, mayor eran las probabilidades de conseguir su
propósito.
El coche lo dejó a los pies de la gran puerta enrejada. Un extenso muro, coronado también por recias rejas de forja a cada lado de la puerta, custodiaba y guardaba el paso a la finca de la mansión. La puerta se quejó en forma de estridente sonido chirriante cuando notó que era empujada. La mansión se veía al fondo, pero aún quedaba caminar por un amplio camino de tierra con una densa avenida de árboles que daban buena sombra al paseo. Llegando a la mansión, el paso se abría en un amplio círculo que contenía una antigua y descuidada fuente con figuras que, difícilmente, se distinguían en su forma, debido a la hiedra creciente sin control.
Su aspecto cumplía con todos los
tópicos de su oficio, de esos que podían leerse en las novelas de misterio.
Uniforme oscuro con chaleco oscuro del que colgaba una cadena dorada desde el
bolsillo hasta el interior, donde al extremo de seguro se intuía un reloj. Tez
blanquecina y bigote fino tras aquella nariz aguileña. Solo le faltaba el
monóculo, pero no se dejó ver en aquella presentación. Permaneció en el
soportal, entre la puerta de entrada y las breves escaleras que daban al patio
donde se encontraban periodistas y detective. Con una voz más solemne que su
vestuario pronunció -El señor Cobult no
va a hacer ningún tipo de declaración. Les pide que, por favor, abandonen la
finca-.
Naturalmente, y como era de esperar, esa nimiedad de declaración ni les satisfacía ni les era útil, no iba a detener el ímpetu periodístico, no podían volver con las manos vacías a sus periódicos, era inadmisible para la profesión. Se lanzaron como un coro desafinado a lanzar preguntas al aire, a ver si con suerte, calaba alguna en el mayordomo que, de espaladas a ellos y con dirección al interior de la mansión, parecía parpadear su silueta por los efectos de los flashes de las cámaras fotográficas haciendo caso omiso a la lluvia de preguntas.
Una vez dentro de la mansión y con una mano en la puerta con
disposición a cerrarla, comentó el mayordomo, sentenciando de forma solemne, si
es que eso era aún más posible.
-El señor no va a
hacer ningún tipo de declaración. Yo, menos aún. Márchense o llamaré a la
policía- pronunció y al acabar cerró la gran puerta. La profesionalidad del
oficio y el sentido común estarían de acuerdo en que poco o nada quedaba por
hacer allí por el momento. Por lo tanto, poco a poco los periodistas fueron
guardando sus herramientas de trabajo en sus petates y abandonando la finca
hasta que solo quedó Edward, que observó la escena mientras terminaba de apurar
su pipa. -Quien no arriesga no gana-
murmulló para sí mismo mientras subía las escalinatas y agarraba la cadena de
la campana del llamador. Tiró de ella y al momento volvió a aparecer el
mayordomo con no poca cara de receptiva conversación.
-Está empezando a
agotar la paciencia de mi señor- empezó a decir antes de que Edward lo
interrumpiera para decirle que no se trataba de un periodista, sino de un
detective privado que necesitaba hablar con el dueño de la casa para esclarecer
su caso-.
-¿Detective? Peor aún
joven. Lárguese de inmediato, aquí no
es bien recibido- Lo dejó con la nariz a escasos milímetros de la puerta
cuando cerró de golpe. Pero no había sido del todo infructuoso el atrevimiento
de insistir en hablar con el dueño de la casa, ya que, al hacer esta segunda
incursión en la puerta de la mansión, el mayordomo dejó entrever a los curiosos
ojos de Edward el interior del recibidor. No fue con premeditada intención
aquel movimiento, pero supuso que había tenido suerte y no se iría de vacío, como
les había ocurrido a los periodistas. Bajó de las escaleras de la puerta
principal y se sentó en el borde de la descuidada fuente.
Sacó su bloc de notas y empezó a dibujar un bosquejo de lo
que había visto en el interior. Su memoria fotográfica le servía como
referencia para trasladar su pensamiento a la hoja en blanco. Una especie de
escudo familiar. Una heráldica un tanto curiosa. Una estrella de seis puntas y
en su centro una extraña calavera. Debajo algo escrito en latín en la banda de
la heráldica: “Locus ex nihilo” –“Un lugar de la nada o el lugar de la nada”
intentó traducir con su descuidado y casi olvidado conocimiento de latín. -Extraño escudo para un músico. Debía
pertenecer a la antigua familia de la mansión- dedujo el detective. Cerró
su bloc y lo guardó en el bolsillo de su gabán. Encendió su pipa y se dispuso a
abandonar el recinto de la mansión.
Decidió regresar andando a casa.
En su archivo personal le sonaba tener algún tomo dedicado a la heráldica
inglesa. La tarde se iba cerrando y pronto anochecería. Necesitaba caminar para
pensar en el siguiente movimiento. Un paseo tranquilo hasta su hogar lo
acercarían a la hora de la cena. Los domingos Mercedes preparaba sopa caliente
y tostadas con mantequilla en el menú. Imposible perdérselo. Llegó a la puerta
justo cuando terminaba su pipa. Un intercambio cordial con los huéspedes de
saludos mientras se iba quitando su gabán y subía la escalera hacia su
habitación -Prepare un cubierto, doña
Mercedes, los acompañaré enseguida- comento a su casera, aunque era más que
evidente su asistencia, no quería dejarlo en duda. La mantequilla que tenían en
aquella casa era de primerísima calidad y quería asegurarlo, aunque pecara de
insistente.
Ya en su habitación dejó sus ropas de abrigo sobre los pies
de la cama. Mientras buscaba con la vista el libro de heráldica en su archivo
personal, se preparaba al tiempo una pipa poco cargada, ya que la hora de la cena
estaba próxima. Acercó un fósforo y su rostro quedó empañado de humo del
tabaco. Localizó el libro y se sentó en su sofá a hojearlo. Un vistazo rápido
por las ilustraciones y sus descripciones. Ninguno tenía el aspecto que
buscaba, el de la mansión Fidelio que escasas horas antes ilustró en su bloc de
notas y que dispuso en el margen superior derecho del tomo heráldico a modo de
comparativa que facilitara su búsqueda.
Aunque no fue una búsqueda concienzuda, algo le decía que
aquel escudo no estaba en el tomo de su archivo. Necesitaba mejor bibliografía
que la que le proporcionaba su biblioteca personal. El siguiente paso no tuvo que
deducirlo ni someterlo a debate interno. Era de las pocas cosas que estaban
claras en este extraño y particular caso. A la mañana siguiente sus pasos
debían encaminarse hacia la biblioteca del distrito. La campanilla que
anunciaba que la cena estaba lista sonó en la casa. Hora de bajar a degustar el
menú.
Se detuvo en dos ejemplares que podrían servirle: A genealogical and heraldic dictionary of
the British Empire. Escrito por Sir Bernard Burke. Este diccionario
contenía detalles sobre las familias nobles y sus escudos de armas. Ofrecía una
visión muy completa de la heráldica británica.
Pero quizás era más interesante The
British Herald or Cabinet of Armorial Bearings of the Nobility & Gentry of
Great Britain & Ireland, ya que, aparte de la británica, incluía la
irlandesa y así cubriría más contenido.
Anotó el título de este último en su libreta, arrancó la página y se dirigió de nuevo al bibliotecario para devolverle el tomo y entregarle la nota con el título que le interesaba consultar. El bibliotecario tomó ambos y le indicó en voz baja, costumbre profesional, pese a que prácticamente se encontraban ellos dos solos a esas horas en la estancia, que esperara y tomara asiento en una de las mesas de lectura y consulta hasta localizar su libro. Edward volvió de nuevo a la mesa y esperó. Pasados unos diez minutos el bibliotecario trajo el ejemplar y lo depositó en la mesa como si se tratara de un niño recién nacido. -Aquí tiene caballero, espero que encuentre lo que necesita, cualquier otra consulta o petición, estaré en mi puesto- Edward asintió agradecido.
Edward empezó a estudiar el
libro. Con cada página se detenía un momento, le podía su curiosidad cultural y
aquel ejemplar era una delicia para los sentidos del buen observador y amante
de la historia. Entre página y página se empezaba a escurrir el relativo tiempo
y la primera hora y media voló en el reloj.
Cuando llevaba la mitad de libro,
pasó una página más y lo que encontró lo dejó petrificado. No era lo que
buscaba. Era un trozo de papiro doblado que le resultaba muy familiar en forma
y tacto. Estaba bien ajustado en el centro de las hojas del libro para evitar
que cayera si había movimiento. Aquello ya le empezaba a resultar una broma
pesada, o eso al menos fue su primer pensamiento, en realidad lo agradecía en
su subconsciente, aunque lo llenara de intriga. Tomó el pedazo de papel y
desdobló para leer el mensaje. De nuevo era una nota de aquel anciano. Parecía
ir siempre por delante de él. La nota
decía:
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