En la oscuridad. Capítulo IV: El lugar de la nada

En la oscuridad 


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Capítulo IV. El lugar de la nada. 


Lo último que vio Edward antes de abandonar la sala del hospital fue a los padres de la joven entrar de forma impulsiva a la habitación donde yacía su hija entre gritos y sollozos. Antes que llegaran más familiares que dejaran expuesta su tapadera de falso abogado, Edward abandonó el hospital como si nunca hubiera estado allí. Esta vez decidió ir a pie hasta la taberna de Kellar, a ver si con suerte la anestesia de la cerveza lograba estimular sus ideas para preparar el siguiente paso.


Sacó su libreta y la dejó reposar en la mesa mientras esperaba la llegada de la cerveza al tiempo que buscaba una pluma en su bolsillo. Observaba sin demasiada atención a los transeúntes de la calle a través del cercano ventanal que iluminaba sus movimientos mientras terminaba de sacar los enseres de su oficio.

- “Aquí tienes muchacho, que aproveche”- dijo el viejo tabernero John mientras dejaba una colosal jarra de cerveza cerca de la libreta de Edward. -¿Has almorzado? Ahora te traigo algo para acompañar la bebida- siguió. Daba igual lo que contestara, si tenía o no tenía hambre, era una batalla perdida. Ninguna persona que el tabernero apreciara si iría de su taberna con el estómago vacío. Edward solo podía responder a dicho ofrecimiento con un-“Gracias John”-

Se conocían desde hace mucho tiempo como para saber interpretar ciertos rituales de comunicación. El tono que Edward empleo al dar las gracias indicaba que su cabeza ya se había puesto a trabajar. Interrumpir dicho proceso con cualquier conversación ya fuera interesante o más estéril para salir del incómodo silencio, era una tarea en vano.

Dio un largo sorbo de cerveza. Abrió su libreta y anotó un resumen de su visita al hospital. Lo que escuchó después de su entrevista no lo anotó, lo dibujó. Un pequeño bosquejo del rostro de la muchacha. Pura imaginación e improvisación, ya que solo pudo oír e imaginar lo ocurrido en aquella habitación. Aquel rostro de ojos oscuros y mandíbula desencajada que acababa de dibujar le parecía una estampa de horror y miedo. Al pie del macabro retrato de la imagen escribió: “No deja de mirar” y transcribió también la nota del misterioso viejo a continuación “El mal duerme en Fidelio… No permitas que despierte”

Anotaba en su libreta lo que podía considerarse los titulares de sus pensamientos. Frases sueltas que tomaban sentido en sus razonamientos. En ellos había un debate sobre el siguiente paso a dar. Tenía dos opciones. Visitar la casa de los Windmark para ahondar aún más en los sucesos de la pobre muchacha, o aventurarse e ir de una maldita vez a la mansión Fidelio. La deducción era evidente. En Fidelio podía matar dos pájaros de un tiro. Pero era algo con lo que luchaba internamente. En su subconsciente postergaba todo lo posible la visita a la mansión por una extraña fuerza de rechazo, alimentada siempre por excusas inválidas.

Una visita ahora a la casa de la familia de la fallecida resultaría del todo infructuoso. ¿Quizás acercarse al funeral para indagar o investigar? Tampoco lo convencía. Estos pasos solo retrasarían su progreso y este apuntaba inevitablemente hacia Fidelio como siguiente punto en la ruta del caso. Apuntó con mayúsculas en su libreta el nombre: -“FIDELIO!!!”- Con tres grandes signos de admiración al final. Soltó su pluma y cogió el asa de su jarra para darle otro gran y tranquilo trago de fresca cerveza.  

- “Luego quiero tu opinión sincera”- dijo el dueño de la taberna al dejar sobre la mesa un plato con un generoso trozo de pastel de zanahoria. Edward retiró la espuma de su bigote con la manga de su camisa y se dispuso a dar cumplida orden a la sugerencia del tabernero. –“Delicioso, como siempre John”- Exclamo con la boca llena e intentando una mueca de sonrisa sin que el pastel abandonara ni una sola de sus migas. 

Apuró lo que le quedaba de la jarra con una última acometida. Recogió sus notas y pluma para dirigirse a pie de barra donde pagar lo consumido. Un intercambio de palabras con su amigo el tabernero antes de salir de la taberna para acto seguido poner sus pies en dirección a la parada de carros más próxima. Estaba decidido. Sabía que sus notas y una buena cerveza acompañada con aquel delicioso pastel ayudarían a tomar una decisión en firme. -A la mansión Fidelio- comentó en tono firme al cochero al tiempo que subía y cerraba la puerta del coche.   

Escuchó las riendas golpear a los caballos. El trayecto no iba a ser extremadamente corto ni largo. Lo suficiente para pensar y trazar el curso de la conversación en su visita a la mansión. No sabía que se iba a encontrar, era fácil deducir que no iba a ser sencillo entrar, no iba a ser sencillo que atendieran a sus peticiones, a fin de cuentas, era un completo desconocido invadiendo territorios e intimidades ajenas, pero todo el terreno que pudiera adelantar lo consideraría un avance.

Como el jugador de ajedrez, pensaba en sus preguntas y en las variables de las respuestas que pudieran contestarle, de esta forma se adelantaba a las posibles respuestas antes siquiera que su interlocutor las pensara. De esa forma, cuando llegaba la hora de enfrentarse a la verdadera conversación, la rapidez de respuesta fuera ventajosa para él. Claro que siempre había cabida para sorpresas en forma de respuestas improvisadas, siempre había hueco para la habilidad y creatividad del otro que en ocasiones le pillaba por sorpresa. Era parte del juego. Una conversación podía asemejarse a un duelo o una partida de Ajedrez, al menos así lo creía Edward. De modo que cuantos más movimientos pensara, mayor eran las probabilidades de conseguir su propósito. 

El coche lo dejó a los pies de la gran puerta enrejada. Un extenso muro, coronado también por recias rejas de forja a cada lado de la puerta, custodiaba y guardaba el paso a la finca de la mansión. La puerta se quejó en forma de estridente sonido chirriante cuando notó que era empujada. La mansión se veía al fondo, pero aún quedaba caminar por un amplio camino de tierra con una densa avenida de árboles que daban buena sombra al paseo. Llegando a la mansión, el paso se abría en un amplio círculo que contenía una antigua y descuidada fuente con figuras que difícilmente se distinguían en su forma debido a la hiedra creciente sin control.

No estaba solo. Lo acompañaban un puñado de periodistas que esperaban pacientes ser atendidos por el anfitrión. Sin duda se habían enterado desde sus respectivos periódicos de las noticias del hospital y habían coincidido en la lógica del siguiente paso. Aguardaban en silencio. Anotando es sus libretas, observando, repasando sus cámaras fotográficas y fumando como si no hubiera un mañana. Observó que alguno asomaba su petaca y echaba un corto, pero contundente trago para aclarar ideas. Como hizo él, hace escasos momentos en la taberna de Kellar. La gran puerta de recia madera de la entrada principal de la mansión empezó a moverse al compás del solemne sonido gutural de su movimiento.
 Todos giraron sus cabezas depositando sus miradas en el mismo sitio: En el mayordomo que hizo acto de presencia.

Su aspecto cumplía con todos los tópicos de su oficio, de esos que podían leerse en las novelas de misterio. Uniforme oscuro con chaleco oscuro del que colgaba una cadena dorada desde el bolsillo hasta el interior, donde al extremo de seguro se intuía un reloj. Tez blanquecina y bigote fino tras aquella nariz aguileña. Solo le faltaba el monóculo, pero no se dejó ver en aquella presentación. Permaneció en el soportal, entre la puerta de entrada y las breves escaleras que daban al patio donde se encontraban periodistas y detective. Con una voz más solemne que su vestuario pronunció -El señor Cobult no va a hacer ningún tipo de declaración. Les pide que, por favor, abandonen la finca-

Naturalmente, y como era de esperar, esa nimiedad de declaración ni les satisfacía ni les era útil, no iba a detener el ímpetu periodístico, no podían volver con las manos vacías a sus periódicos, era inadmisible para la profesión. Se lanzaron como un coro desafinado a lanzar preguntas al aire, a ver si con suerte, calaba alguna en el mayordomo que, de espaladas a ellos y con dirección al interior de la mansión, parecía parpadear por los efectos de los flashes de las cámaras fotográficas haciendo caso omiso a la lluvia de preguntas.

Una vez dentro de la mansión y con una mano en la puerta con disposición a cerrarla, comentó el mayordomo, sentenciando de forma solemne, si es que eso era aún más posible.

-El señor no va a hacer ningún tipo de declaración. Yo, menos aún. Márchense o llamaré a la policía- pronunció y al acabar cerró la gran puerta. La profesionalidad del oficio y el sentido común estarían de acuerdo en que poco o nada quedaba por hacer allí por el momento. Por lo tanto, poco a poco los periodistas fueron guardando sus herramientas de trabajo en sus petates y abandonando la finca hasta que solo quedó Edward, que observó la escena mientras terminaba de apurar su pipa. -Quien no arriesga no gana- murmulló para sí mismo mientras subía las escalinatas y agarraba la cadena de la campana del llamador. Tiró de ella y al momento volvió a aparecer el mayordomo con no poca cara de receptiva conversación.

-Está empezando a agotar la paciencia de mi señor- empezó a decir antes de que Edward lo interrumpiera para decirle que no se trataba de un periodista, sino de un detective privado que necesitaba hablar con el dueño de la casa para esclarecer su caso-.

-¿Detective? Peor aún joven. Lárguese de inmediato, aquí no es bien recibido- Lo dejó con la nariz a escasos milímetros de la puerta cuando cerró de golpe. Pero no había sido del todo infructuoso el atrevimiento de insistir en hablar con el dueño de la casa, ya que, al hacer esta segunda incursión en la puerta de la mansión, el mayordomo dejó entrever a los curiosos ojos de Edward el interior del recibidor. No fue con premeditada intención aquel movimiento, pero supuso que había tenido suerte y no se iría de vacío, como les había ocurrido a los periodistas. Bajó de las escaleras de la puerta principal y se sentó en el borde de la descuidada fuente.

Sacó su bloc de notas y empezó a dibujar un bosquejo de lo que había visto en el interior. Su memoria fotográfica le servía como referencia para trasladar su pensamiento a la hoja en blanco. Una especie de escudo familiar. Una heráldica un tanto curiosa. Una estrella de seis puntas y en su centro una extraña calavera. Debajo algo escrito en latín en la banda de la heráldica: “Locus ex nihilo” –“Un lugar de la nada o el lugar de la nada” intentó traducir con su descuidado y casi olvidado conocimiento de latín. -Extraño escudo para un músico. Debía pertenecer a la antigua familia de la mansión- dedujo el detective. Cerró su bloc y lo guardó en el bolsillo de su gabán. Encendió su pipa y se dispuso a abandonar el recinto de la mansión. 

Decidió regresar andando a casa. En su archivo personal le sonaba tener algún tomo dedicado a la heráldica inglesa. La tarde se iba cerrando y pronto anochecería. Necesitaba caminar para pensar en el siguiente movimiento. Un paseo tranquilo hasta su hogar lo acercarían a la hora de la cena. Los domingos Mercedes preparaba sopa caliente y tostadas con mantequilla en el menú. Imposible perdérselo. Llegó a la puerta justo cuando terminaba su pipa. Un intercambio cordial con los huéspedes de saludos mientras se iba quitando su gabán y subía la escalera hacia su habitación -Prepare un cubierto, doña Mercedes, los acompañaré enseguida- comento a su casera, aunque era más que evidente su asistencia, no quería dejarlo en duda. La mantequilla que tenían en aquella casa era de primerísima calidad y quería asegurarlo, aunque pecara de insistente. 

Ya en su habitación dejó sus ropas de abrigo sobre los pies de la cama. Mientras buscaba con la vista el libro de heráldica en su archivo personal, se preparaba al tiempo una pipa poco cargada, ya que la hora de la cena estaba próxima. Acercó un fósforo y su rostro quedó empañado de humo del tabaco. Localizó el libro y se sentó en su sofá a hojearlo. Un vistazo rápido por las ilustraciones y sus descripciones. Ninguno tenía el aspecto que buscaba, el de la mansión Fidelio que escasas horas antes ilustró en su bloc de notas y que dispuso en el margen superior derecho del tomo heráldico a modo de comparativa que facilitara su búsqueda.

Aunque no fue una búsqueda concienzuda, algo le decía que aquel escudo no estaba en el tomo de su archivo. Necesitaba mejor bibliografía que la que le proporcionaba su biblioteca personal. El siguiente paso no tuvo que deducirlo ni someterlo a debate interno. Era de las pocas cosas que estaban claras en este extraño y particular caso. A la mañana siguiente sus pasos debían encaminarse hacia la biblioteca del distrito. La campanilla que anunciaba que la cena estaba lista sonó en la casa. Hora de bajar a degustar el menú.

A la mañana siguiente, Edward se dirigió a la biblioteca del distrito. Se apresuró por llegar pronto. Estaba ansioso por investigar la pista del escudo heráldico. Se dirigió al bibliotecario para solicitarle el catálogo de libros por título. Este le facilitó una de las copias del catálogo y Edward se apartó a una mesa para revisarlo. Abrió el grueso catálogo por la letra H y buscó. Encontró varios títulos que podrían ser de su interés. Tampoco era una búsqueda muy complicada, por lo que cualquiera de ellos podría servir a su propósito. A fin de cuentas, un libro de heráldica era un registro de la misma, no resultaría difícil dar con el correcto que lo llevara a la siguiente pista.


Se detuvo en dos ejemplares que podrían servirle: A genealogical and heraldic dictionary of the British Empire. Escrito por Sir Bernard Burke. Este diccionario contenía detalles sobre las familias nobles y sus escudos de armas. Ofrecía una visión muy completa de la heráldica británica.  Pero quizás era más interesante The British Herald or Cabinet of Armorial Bearings of the Nobility & Gentry of Great Britain & Ireland, ya que, aparte de la británica, incluía la irlandesa y así cubriría más contenido. 

Anotó el título de este último en su libreta, arrancó la página y se dirigió de nuevo al bibliotecario para devolverle el tomo y entregarle la nota con el título que le interesaba consultar. El bibliotecario tomó ambos y le indicó en voz baja, costumbre profesional, pese a que prácticamente se encontraban ellos dos solos a esas horas en la estancia, que esperara y tomara asiento en una de las mesas de lectura y consulta hasta localizar su libro. Edward volvió de nuevo a la mesa y esperó. Pasados unos diez minutos el bibliotecario trajo el ejemplar y lo depositó en la mesa como si se tratara de un niño recién nacido. -Aquí tiene caballero, espero que encuentre lo que necesita, cualquier otra consulta o petición, estaré en mi puesto- Edward asintió agradecido.

Edward empezó a estudiar el libro. Con cada página se detenía un momento, le podía su curiosidad cultural y aquel ejemplar era una delicia para los sentidos del buen observador y amante de la historia. Entre página y página se empezaba a escurrir el relativo tiempo y la primera hora y media voló en el reloj.

Cuando llevaba la mitad de libro, pasó una página más y lo que encontró lo dejó petrificado. No era lo que buscaba. Era un trozo de papiro doblado que le resultaba muy familiar en forma y tacto. Estaba bien ajustado en el centro de las hojas del libro para evitar que cayera si había movimiento. Aquello ya le empezaba a resultar una broma pesada, o eso al menos fue su primer pensamiento, en realidad lo agradecía en su subconsciente, aunque lo llenara de intriga. Tomó el pedazo de papel y desdobló para leer el mensaje. De nuevo era una nota de aquel anciano. Parecía ir siempre por delante de él.  La nota decía:  

"Estás en la dirección correcta pero errado el camino. Asuntos oscuros requieren de información oscura. Sombras Susurrantes. Whispering Shadows. En Narrow Street. Firmado H.L"



Continuará...


-James M Brown-

En la Oscuridad, capítulos anteriores:
Capitulo 1 En la oscuridad
Capítulo 2 Equilibrio

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