Recuerdo Remoto
"Capítulo 7. Sin tiempo que perder."
Nota del autor:
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-Recuerdo Remoto. Capítulo 7: Sin tiempo que perder.-
Conrad despertó del sueño artificial que procuraban los asientos de la aeronave interplanetaria para que el viaje de los pasajeros no resultara una tortura en el camino espacio temporal desde Titán a la Tierra. Las voces del personal de vuelo anunciaban que se aproximaban al aeropuerto interplanetario de Newpolis, recitando la temperatura, día de la semana, estado atmosférico y hora local.
Conrad escuchaba el recital de información en el letargo de su sueño. Despertaba poco a poco y estiraba sus articulaciones, todo lo que le permitía su habitáculo. Se asomó por la ventana y vio la descomunal ciudad a vista de pájaro. No parecía tener límite y abarcaba todo horizonte que la vista pudiera observar. Un perfecto organismo artificial. La nave se acercaba a las pistas de aterrizaje del aeropuerto.
Desde la altura en la que aún estaban, parecían infinitos hilos entrelazados, imposibles de desenredar. Un continuo baile de máquinas aéreas lo guardaban como si estuvieran custodiando un tesoro. El torrente sanguíneo artificial daba vida a esa parte del todo que componían la estructura del entramado urbano.
El pájaro interplanetario posó sus patas en el asfalto de la iluminada pista de aterrizaje. En el interior, la calma de los pasajeros empezaba a desperezarse. Siete días de viaje en sueño inducido parecían ser suficientes para impacientarse por abandonar el barco durante otros siete minutos más, tiempo que emplearía la nave en llegar a la zona de desembarque. El tiempo es relativo y esos escasos minutos hasta que los motores dejen de rugir ponen nerviosa a la gente que quiere salir de inmediato. Se levantan de sus asientos como un ensayado grupo de danza y comienzan a coger sus pertenencias de las cámaras superiores para abandonar, con obligado orden, las dependencias del avión.
Conrad esperó paciente en su asiento. Observaba el baile de pasajeros y equipaje, alternando su vista con la de su ventanilla. Desde esa posición no podía ver mucho, por lo que se tranquilizó, ya que, si alguien lo esperaba, tampoco iba a sacar mucho; estaban parejos de situación. El camino ya parecía más despejado. Se levantó de su asiento y salió por la puerta de la nave, recibiendo un --“Bienvenidos a Newpolis, que tengan una agradable estancia” -- por parte del personal de vuelo. Con sonrisas de anuncio.
Una vez pasados los rutinarios controles de entrada, se dirigió de nuevo a las terminales de comunicación analógica para enviar un mensaje a Frank. Estaba jugándose todo a esa carta. No sabía si estaba recibiendo sus mensajes y menos aún si se encontraba en la ciudad, pero tenía que seguir su plan. También se la jugaba siendo tan críptico en sus mensajes, pero no podía ser muy claro por si había algún invitado inesperado que estuviera vigilando al otro lado. Confiaba en la buena memoria de la que su amigo hacía gala. Entró en la cabina y en el teclado alfanumérico marcó:
--He llegado a Newpolis. Nos vemos mañana a las siete de la mañana—a Conrad le encantaba hacer madrugar a sus ayudantes-- en aquel sitio donde discutimos sobre quién era el mejor autor de ciencia ficción, si Asimov o Philip. K. Dick. PD: Sigo pensando que es Philip.
Tenía hora y lugar. Las siete de la mañana en la biblioteca de la facultad de ciencias. Era allí donde tenían acaloradas y fructíferas conversaciones acerca de cualquier cosa que pareciera interesante, cultural e intelectual y una de las que, con más cariño, recordaban los dos, era aquella en la que se enzarzaron durante horas, por ver quien tenía mejor obra e ideas en el género preferido de los dos, la ciencia ficción. Dos colosos y maestros del género. Isaac Asimov y Philip K. Dick. Esa referencia debía bastar para que ambos supieran dónde encontrarse.
Antes de salir al exterior y tomar un taxi que lo llevara a las entrañas de la ciudad, se detuvo para tomar energías. Un desayuno rápido de café con buena compañía, un sándwich de atún con tomate. Todo sintético, pero con altas dosis de proteínas y carbohidratos que lo ayudaran a continuar con el plan. Pagó con su Tpp (terminal portátil personal) y salió al exterior en busca de un aerotaxi. Eran más caros que los habituales taxis terrestres, pero más seguros y, desde luego, eran mucho más acordes para donde tenía intención de dirigirse.
En el cielo era más fácil realizar maniobras de escape y allí donde iba, era casi necesario acercarse con uno de estos trastos aéreos que no con los taxis terrestres, para que su plan fuera perfecto o al menos no levantara sospechas. Debía continuar despistando. Debía continuar su precavido trabajo de eliminar su rastro, sus huellas. Al menos, si no borradas del todo, dejarlas emborronadas todo lo que fuera posible para dificultar el rastro de sus perseguidores.
Entró en el aerotaxi. Donde debía haber un conductor, bien humano o droide, había una gigantesca pantalla de plasma con la cara de lo que parecía un aséptico droide que le dio cordialmente los buenos días y preguntó la dirección a donde debían dirigirse.
--Al hotel Delphine Génesis, por favor. —Contestó en forma de orden Conrad.
El hotel Delphine Génesis era el hotel más caro y exclusivo de la ciudad. El único del sistema colonial que le otorgaron la sexta estrella en su categoría. En él se alojaban políticos, presidentes de corporaciones, deportistas de élite, actores, músicos… En fin. La créme de la créme de la sociedad. Si querías demostrar que tenías mucho más que un alto poder adquisitivo, el hotel de seis estrellas Delphine Génesis era tu parada obligatoria. Glamour y lujos, casi rozando lo extravagante, inusual, prohibitivo o ilegal, insultante a ojos del pueblo llano. A ojos de aquellos que tienen el poder de otorgar lujos a la clase alta, pero también de arrebatárselos si despiertan del letargo. Por fortuna para los privilegiados, el monstruo aún estaba sumido en un profundo sueño.
–Hemos llegado a su destino. Son cuarenta créditos, caballero. Espero que tenga un buen día. – Conrad, para seguir con su farsa de despiste y en armonía con su rol de falso millonario, pagó los cuarenta créditos del viaje y añadió otros veinte créditos más de propina que le dolieron más que si lo hubieran herido con un fusil militar de plasma. Pero era necesario.
Eligió aquel hotel, no por azar o capricho. Estaba todo bajo control. Podría haber elegido otro de los cientos que poblaban la ciudad, pero este, tenía algo que no tenían los demás y que era clave para dificultar su rastro. El hotel se encontraba, como no podía ser de otra manera, en el centro de la ciudad. Cerca de él, a un agradable paseo de distancia, se encontraba la entrada de metro más grande de toda la ciudad, donde confluían todas y cada una de las líneas del metro. Desde este punto, podías ir a cualquier parte de la gigantesca urbe. Por eso, Conrad había elegido el destino de este particular y lujoso hotel tan sabiamente. Despistar en alojamiento por si accedían a los datos del taxi, al mismo tiempo que contaba con incontables líneas de escape a su elección.
Aunque tenía muy claro hacia dónde se dirigía, seguía muy desconfiado en cuanto a dejar pistas claras a sus perseguidores. Unas cuantas maniobras en cuanto a cambios de dirección y de líneas de metro hizo. Se aseguró de ir lo suficientemente confiado como para que lo registraran buena parte de las cámaras de seguridad del metro. Llegado el caso de consulta de algún curioso que lo buscara, tendría arduo trabajo por delante, ya que aparecería en un buen puñado de ellas y todas ellas en líneas y direcciones distintas.
Llegó el momento de abandonar el transporte subterráneo. Después de una larga “tournée” de seguridad, había llegado por fin a su destino. Al distrito de su antiguo barrio. Necesitaba procurarse alojamiento no muy lejos del lugar donde tenía que ocurrir la reunión, si es que Frank había recibido sus mensajes. Jugaba con la ventaja de conocer su antiguo barrio. Los años no pasan de igual forma en ellos, como así pasa con las personas. Los barrios tardan más en cambiar. Recordaba ciertos lugares donde podría pasar la noche sin dejar demasiadas evidencias de su presencia. Estaba seguro de su permanencia en el tiempo y en su barrio, pese a haber estado ausente de ambos allá en Titán.
Llegó al hostal. A su lado, cerca de la puerta de entrada, una máquina de fichas de créditos. Acercó su terminal portátil personal y cargó cien créditos en ella. La máquina expendió diez fichas de diez créditos cada una. Entró en el hostal y se dirigió a la vieja terminal de reservas. Introdujo su petición: una habitación con baño para dos noches. Una voz enlatada contestó que eran sesenta créditos. Conrad introdujo seis fichas de diez créditos por la ranura inferior de la máquina. La acción le recordó a su infancia, aquellas viejas máquinas arcade que se amontonaban en los locales de recreo de ambiente con temática de siglos pasados, en los que tenías que insertar créditos por una ranura similar, para echar una partida, aunque en esta ocasión, el juego no le gustara tanto. La máquina volvió a parlotear con interferencias en su audio. “Habitación 1301. Que tenga una buena estancia” dejando caer en la parte inferior, en una especie de bandeja, la tarjeta llave de su reservado.
Esperó la llegada del destartalado ascensor, si es que alguna vez gozó de ese título, a juzgar por su aspecto más parecido a un montacargas. Cumplió quejicoso su labor de llevarlo al piso trece. Anduvo por el pasillo de puertas hasta dar con la 01. La habitación era lo más cercano a la tristeza. Aunque esa sensación duró poco en Conrad al centrarse en su utilidad. Era lo que necesitaba. Una cama y un baño para esperar la llegada del nuevo día.
La madrugada llegó sin llamar a la puerta. La cita era temprana, a las siete de la mañana, y el reloj de su terminal portátil marcaba las cinco de la mañana, tiempo ajustado y planificado para darse una ducha y desayunar algún café de mala muerte camino de la biblioteca de la facultad.
No quería volver a meterse bajo tierra. A estas alturas, los que le perseguían debían estar cerca de su pista de nuevo, no tardando en aparecer. No iba a meterse en “el tubo” (así llamaban de forma coloquial al metro). En esa ratonera y sin arma, era exponerse demasiado a que lo cogieran. Prefería ir andando, era apenas media hora de viaje. Las calles le proporcionarían mejor cobertura y una multitud de vías de escape si se producía el encuentro con posibles amenazas. Aun así, tenía esperanzas, confiaba en que su paseo de madrugada fuera tranquilo.
Los puestos callejeros madrugaban más que él y encontró unos cuantos con pésimo pero caliente café. Justo lo necesario. Esta, no era una visita de placer. Continuó su paseo hasta que, al doblar una calle, al fondo de la nueva que se abría, divisó el edificio de la biblioteca de la facultad de ciencias. A diferencia de los puestos callejeros y como pasaba con otros edificios corporativos o gubernamentales, la biblioteca no conocía horarios ni descansos. Debía proporcionar servicio las veinticuatro horas del día, todos los días del año.
A medida que se acercaba a sus grandes puertas de entrada, respiró aliviado y emocionado. Hacía unos cuantos años que no veía a su amigo y allí estaba. Puntual a su cita. Con su gabardina negra de cuello de picos y fumando como un cosaco. No había dejado atrás ese particular vicio. Le gustaba rememorar viejos clichés de viejas películas de cine negro de otros tiempos.
Frank, al ver llegar a su compañero, tiró el cigarro, lo aplastó con la punta de su zapato y abrió los brazos para acoger en ellos a su viejo amigo. –Querido Conrad, ¡cuánto tiempo, viejo zorro! — Ambos se fundieron en un cálido, aunque fuerte abrazo. Frank siempre fue el más sentimental de los dos, sus ojos se humedecieron sin llegar del todo a producir las tan preciadas lágrimas, en el momento que lo tuvo entre sus brazos.
–Frank, querido amigo, cuánto me alegra verte. No sabía si ibas a recibir mis mensajes o de si aún continuabas en la tierra.
--Me extrañó un poco, al principio, recibir un mensaje por esa vía. Sobre todo, porque hemos sabido uno del otro a través de furtivos correos electrónicos o alguna que otra llamada puntual. Esos mensajes me alertaron. Supuse que eras tú, por el origen de los mensajes. Solo tenía un viejo amigo allí, en Titán. Sabía que eras tú. ¿Qué ocurre?
- ¿Me has traído lo que te pedí?
-Sí, claro. Pero vamos dentro. A la cafetería. No nos quedemos aquí fuera.
Conrad le contó todo lo ocurrido sin dejarse nada en absoluto. Frank no tenía que imaginarse ni suponer nada, porque quedó todo perfectamente explicado en su relato.
--Me dejas impresionado, Conrad. Es más grave de lo que imaginaba. Debes ir de inmediato a las fsoe. Toma, lo tuyo. -- Frank le entregó el arma de pulso de láser metido en una arrugada bolsa de papel sintético-- Por lo que me has contado, no te vendría mal una propina. — Rebuscó en los bolsillos de su gabardina hasta dar con una pequeña caja metálica recubierta con una especie de piel sintética de cuero negro. —Toma. Guárdalo bien. Ocúltalo en tu boca. Los anclajes tienen tecnología nano robótica biorgánica, por lo que se van a adherir sin problema detrás de algún hueco que encuentren en tu mandíbula.
--¿Qué es? —Preguntó mientras dejó el artefacto en su lengua. Este pareció cobrar vida y buscó escondite seguro en la boca de Conrad.
--Un seguro. Por si te cogen y te esposan. Es un dispositivo. Una llave inteligente. No se le resiste ninguna cerradura. Úsalo bien.
--No tengo palabras para agradecerte lo que has hecho por mí, Frank. De veras. Te debo una. Bueno. Ahora que he terminado de contarte mis penas, ¿me cuentas las tuyas? Un resumen, al menos, la salvación del mundo puede esperar mientras nos terminamos el café. —Bromeó Conrad en un intento para que su frase, sonara desenfadada, quitándole hierro al peso que llevaba sobre sus hombros. —Me ha sorprendido, para bien, por la cuenta que me trae, que permanecieras en la tierra. Te hacía en las colonias de Marte--
--Así era. Estaba allí. Si te soy sincero, creí que iba a ser donde pasar la mayor parte de mi tiempo laboral. Adquirir una buena cantidad de dinero y jubilarme en alguna de esas colonias lunares de paraísos artificiales. Pero aquí estamos.
- ¿Qué pasó, Frank?
--Hace unos años fui, como ingeniero jefe, a trabajar a las minas de extracción de tirio en Crimsom Cave. Todo iba bien. Creo que algún correo nos cruzamos donde te contaba. Tenía una buena casa, un buen sueldo y buena compañía. Allí, como sabrás, conocí a Alice. La corporación nos trataba bien. Tenía un instinto innato para localizar buenas vetas de tirio y organizaba pronto la logística de la excavación y extracción. Hasta que encontré aquella maldita cueva. Calculé la presión para una de las galerías de roca en la máquina de perforación. Pero aquello no era roca. Juro por Dios que no lo era. Era material manipulado por el hombre. Era material artificial. No era posible. Estábamos en zona inexplorada. La galería empezó a ceder. Algunos quedaron atrapados. Murieron. Es algo con lo que tengo que cargar de por vida. Logré salir de milagro. Corría como alma que lleva el diablo mientras la galería seguía cediendo a escasos metros de mi espalda. Justo al llegar a la salida, quedé parcialmente atrapado, la peor parte se la llevo mi brazo. Tuvieron que amputármelo.—Frank se quitó el guante negro de su mano derecha y subió la manga de su chaleco para mostrar su brazo robótico. Abría y cerraba su mano.--
--¡Dios mío, Frank! Si no fuera por lo trágico del suceso, te diría que el brazo es una pasada.
--Lo es. Cortesía de la empresa. Lo último que podía implantarse en aquel año. Un LogicLab M.O.D. 1-0-1. Más que cortesía, jubilación. Después de aquello todo empezó a complicarse. La empresa quería tapar el asunto de las muertes indemnizando lo antes posible para evitar engordar las primas del seguro. Tapar lo que descubrí, deshacerse de mí. Resultaba molesto. Aquel material, si lograba demostrar que el culpable del derrumbe fue el material y no mis cálculos, podría haber cambiado mi situación. Trato de encontrarlo. No van a pararme. Después de aquello, la empresa nos deportó a la tierra. A los dos. A Alice y a mí. Con ella lo tuvieron más fácil. La acusaron de tráfico de Inal… Hijos de puta… En fin. No quiero aburrirte más. Ahora, no debes perder un segundo más. Ve a las fsoe. La información que tienes es importante para todos.
Ambos se levantaron al mismo tiempo para despedirse con un sentido y pausado abrazo.
--Dale recuerdos a Alice.-
--De tu parte. Y Conrad, una última cosa. Asimov es mejor. —Guiño su ojo al tiempo que sonreía.
Conrad le devolvió la sonrisa y salió disparado hacia las fsoe. Su cometido, estaba a punto de terminar. O, al menos, dejarlo en las manos correctas.
***
Conrad llegó a las puertas del colosal edificio de las FSOE. Entró en la sala principal. Justo antes de pasar por los arcos de seguridad, se encaminó a la zona de taquillas y consignas. Dejó allí la reciente arma que su amigo le había prestado. Con ella, no pasaría los controles de seguridad y allí estaría a resguardo.
Pasó los controles de seguridad y se dirigió a la mesa central de la sala principal. Madrugar siempre tiene sus recompensas y la que tocaba hoy era que el edificio estaba prácticamente vacío, salvo el personal laboral. Se acercó al empleado para exponer su caso. Una denuncia. Un volcado de un Recuerdo Remoto. No especificó mucho más. Solicitó ver y ser atendido por un oficial al mando. La información que tenía era extremadamente sensible y solo ante un oficial, desvelaría y descargaría su memoria a las terminales de las FSOE.
La insistencia de ser atendido por un oficial tenía su sentido, la seguridad. No le valía cualquier empleado o técnico de la institución. Un oficial, era mucho más complicado, si no imposible, que estuviera comprado, que fuera corrupto o no fiable. Era una de las pocas cosas seguras que había en todo el maldito sistema colonial. Era sabido por todos. Un oficial al mando de las fuerzas de seguridad, era inquebrantable.
El empleado tecleaba en su terminal, abriéndole ficha a Conrad. Aquí no hubo más remedio que volver a su identidad real.
--Espere en la sala 2. Vaya por ese pasillo. Segunda puerta a la derecha. Enseguida llegará el oficial para atenderlo.
Conrad siguió las instrucciones y entró en la sala 2. Una pequeña habitación muy iluminada, de color blanco. Una mesa del mismo color, en medio y enfrentadas, dos sillas que no parecían muy cómodas. Se sentó en aquella que le permitía ver la puerta.
Al cabo de una media hora larga, entró en la sala una mujer uniformada con un dosier negro en sus manos donde reposaba la ficha recién abierta con el resumen del caso.
--Veamos, quiere hacer una denuncia y un volcado de un Recuerdo Remoto a nuestros sistemas, ¿no?
--Un momento, qué broma es esta. --Pronunció nervioso Conrad-- He solicitado la presencia de un oficial al mando y usted no lo es. No pienso hacer nada ni hablar con nadie más a no ser que sea con un oficial. He creído dejarlo lo suficientemente claro a su compañero.
--¿Un oficial? En fin. Es muy temprano para discutir. Acompáñeme. Le llevaré con “su oficial”
Salieron de la sala y comenzaron un viaje por pasillos de enrevesadas bifurcaciones. Tomaron un elevador. No indicaba ningún número de planta en ninguna pantalla o testigo luminoso. Pero aquello estaba bajando a los infiernos. Al salir del ascensor quedaban aún más pasillos y esquinas por visitar. Hasta que llegaron a una puerta que daba acceso a una nueva sala. Esta vez con tonos verdes en sus luces. También con mesas y sillas para conversaciones o interrogatorios, pero con más tecnología. Como la que estaba en una de las esquinas. Una terminal para extraer y descargar recuerdos remotos. Esto empezaba a tener buena pinta. Se vislumbraba el final de esta pesadilla.
La empleada técnica de las fuerzas de seguridad se comunicó a través de su terminal portátil personal conectando un auricular inalámbrico en su oreja derecha. —Sí, estamos en posición. Puede venir el oficial al mando. Sí, lo tengo aquí mismo. A la espera. Muy bien, señor. Corto.—La luz de la terminal portátil dejó de iluminar la cara de la empleada al acabar la conversación.
--Bien señor Conrad. En unos minutos llegará su oficial. ¿Más tranquilo?
Sonaron tres golpes secos en la puerta. –Aquí está su oficial.—Dijo la empleada. Abrió.
--¡Hija de puta!-- Gritó Conrad al tiempo que intentaba salir de la habitación, corriendo y embistiendo como un ariete de guerra. Apartó con un movimiento brusco de brazos a la mujer, haciéndole caer al suelo. Valiéndose de la inercia, Intentó empujar con los hombros a los dos individuos con gabardina y gafas oscuras que entraban en la habitación. Pero fueron como un muro de piedra. Sujetaron a Conrad por los brazos, lo elevaron como si fuera un muñeco de papel y lo sentaron en la silla de la terminal de descarga de recuerdos remotos. Brazos y piernas quedaron anclados con las anillas de seguridad que lo fijaban al asiento.
Conrad solo podía gritar mientras movía con fuerza lo poco que quedaba de su cuerpo que aún no estaba sujeto. Escupió a uno de los individuos al tiempo que los decía:
-¡Soltadme, hijos de puta!
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